12.22.2006

Preludio a una tragedia navideña

-¿Cristal por Navidad? No entiendo qué quieres hacer con eso.

Yo, mientras tanto, me mordía las uñas y sopesaba cual sería el mejor. No, el mejor no, el más efectivo. Pasaba las yemas de los dedos por el corte irregular del cristal, mientras ella me miraba con consternación revolver en la papelera.

Ella nunca entendía nada ¿de acuerdo? No tenía esa facultad. Siempre soltaba frases grandilocuentes y conclusiones precipitadas. En este momento podía verla con el ceño bien fruncido ante el esfuerzo de pensar qué manualidades sabía yo hacer con vidrio. Me compadecí de ella.

-No es un regalo. No es material de regalo. Es un arma.

Ahora le dolería todavía más el cerebro, me cogería del brazo e intentaría apartarme del contenedor, y sobretodo de esa absurda idea. Porque ella sabía que aunque aún ignorase los detalles, cualquier idea mía era a la fuerza absurda. Le especificaría que iría a tu casa con el cristal cuando tus padres no estuviesen, que te amenazaría y que tendrías que besarme hasta que te gustase. Ella negaría con su cabecita repetidas veces, y me entrarían ganas de clavarselo sin más. No lo haría, entonces con voz de mujer experimentada, me diría: "Eso no es amor, ¿sabes?, no es amor".

¡Oh! Claro, perdona, lo olvidaba.

Porque para qué explicarle, que quien de verdad sufre, antes que llorar se arranca los ojos, y que quien de verdad ama, antes que desvanecerse, muere.

12.05.2006

Canción de invierno

Azar sería que esos lápices que afilabas con tanto esmero fueran los mismos que ella mordería ansiosa años después. Azar sería que todas las cosas que has ido perdiendo a lo largo de tu vida las hubiese encontrado ella en aceras y parques y cafeterías. Azar sería que los gérmenes que escaparon de tu boca la última vez que tosiste hubiesen llegado a la suya de forma directa y feliz.

Piensas estas cosas sentado junto a la ventana con la nariz y las puntas de los pies frías. Nieva fuera y te parece verla entre los copos, saludando como en la canción. Pero claro, piensas, con tanta nieve sería difícil verla. Te encoges y desapareces bajo la manta y la canción empieza a sonar sabiendo que la han llamado. A ti te duele un poco verte tan desnudo y te niegas a cantar el estribillo. Por si alguien te oye, por si alguien se da cuenta.

Azar sería que ella encendiese la radio y escuchase esos versos y sintiese la impetuosa necesidad de salir a perderse en la nieve. Tú tienes la cámara preparada, por si acaso ocurre, por si aparece sin avisar en el instante de azar más sublime de toda tu vida. La filmarías sin abrir la ventana, y aunque no se distinguiría nada más que una mancha borrosa que se mueve despacio al final del punto de fuga, tú verías la película una y otra vez. Así hasta el final, hasta que el negativo se quemase, hasta que la aguja del tocadiscos se rompiese de tanto acariciar el mismo surco.

Pero mientras tanto esperas dibujando con los dedos copos de nieve en el cristal.

11.19.2006

Tus ojos de criador de lepidóptero

Impensable que tus ojos sean rasgados por puro azar. Tiene que ser algo genético, insisto. No sé, algún antepasado oriental. Por eso tienes la piel así, como si padecieras hepatitis. No se puede decir que seas blanca, no, eres más bien amarillenta. Un poco triste, una melancólica de los tiempos modernos. Con la mirada esquiva y el gesto serio. Y la cabeza siempre en otro lugar. Quizá en la China. ¿Vienen de la China tus ojos rasgados? ¿Has estado en Japón? Yo sueño continuamente con Japón. Algunas veces abro el Google Earth y repaso su geografía. Me han hablado muy bien de las islas del sur. Dicen que hay muy buen clima. También quiero visitar las lugar en el la gente deposita sus deseos plasmados en un papel. Pero antes tengo que aprender japonés y conseguir unos ojos como los tuyos.

¿Que nunca has tenido gusanos de seda? Impensable. Impensable que tú, con esa mirada rasgada, jamás hayas sucumbido a la suavidad de un gusano y a su transformación en mariposa. Oh, lo recuerdo bien. Primero alimentarles con hojas de morera, después juguetear con ellos, su suavidad entre los dedos. Más tarde s envuelven en un capullo de seda, y del él, un día, de pronto, una magnífica mariposa. Deberías saberlo, tienes ojos de criador de lepidóptero.

No sé, también me recuerdas un poco a las películas de Won Kar-wai. Te imagino perfectamente en Hon Kong o en Shangai, con el pelo negro y recogido, y vestidos floreados de cuello alto. Y la luz es un poco amarilla, y de fondo suena Aquellos ojos verdes. Pero los tuyos no lo son. Rasgados y oscuros. Impensable que sea sólo azar.

9.27.2006

Liebasha

Perfecto era el plan. Los lingotes de oro, también. Sensuales lingotes maravillosos. Temblorosos. Su forma de retirarse el sombrero ante la damisela. Buenos días. Su porte.
Todo eso era perfecto y nada más. Más que suficiente para ser feliz.

Huir con el oro y después, la duda entre los empleados. Las pistas. La llamada al sumo sacerdote.

El sumo sacerdote tiene mucha barba y túnica. Suministra sustancias psicotrópicas a unos niños. Son niños especiales. Muy flacos y de mirada aviesa. Los empleados deben bajar la cabeza. Meterse detrás de sus mesas o debajo de sus sillas. Dentro del armario.

Es ridículamente perfecto ¿eh? El malo lo sabe. No es malo malo. Además está enamorado de la damisela y el amor siempre redime. No es malo malo pero sabe lo que va a pasar y se ríe. Es... consciente, quizá. Y no trabaja para la empresa. ¡Qué tontos! Ni se les ocurre que pueda ser alguien de fuera. Como se les hinchaba la garganta antes, con todos esos mensajes de motivación y confianza. Es estúpido pensar que un empleado cogiese los lingotes y se quedara allí dentro, esperando la captura, pero en fin...El no malo malo no entiende nada, pero sabe que eso confirma que su plan es perfecto.

Los niños son como perros de caza. Olísquean aquí y allá, en macabro trance. No hay mucha gente por los despachos. Mentira. Los despachos están repletos de empleados que se esconden en los lugares más inverosímiles. Los niños bailan despistados. Están drogados, no saben. Se golpean contra las puertas. Un niño flaco y psicotrópicamente confuso cae al suelo y se agarra a una pierna. Un hombre que temblequea bajo una mesa. Se agarra a la pierna y el jefe corre y los buenos apresan al falso malo. Porque el no malo malo no es de la empresa y huyó, pero el falso malo debe morir. Los niños bajo el designio de dios así lo han decidido.

Suena el teléfono. Aviso. La damisela ha desaparecido. ¿Él muy degenerado no habrá, de paso que robaba los lingotes, asesinado vilmente a la damisela y enterrado trocitos de damisela por todo el jardín? El falso malo debe ser requetetorturado. Así es el azar, implacable.

La damisela ríe tras el árbol. También quiere jugar al escondite tras enterarse de lo de los lingotes y de lo de la búsqueda. Se carcajea al pensar en los juegos que la casualidad deparará al pobre infeliz. Uy. Ya no casualidad. Es un poco diosa, ella, rigiendo sobre sus destinos. Le divierte la idea de ese pobre hombre sollozante por la estupidez de su marido, y del sumo sacerdote y de todos y cada uno de los empleados. Le divierte cantidad. Hay algo quizá mejor, en alguna parte. Algo más limpio. Más inteligente. Como un hombre capaz de robar todos los lingotes de oro.

Él, ella, los lingotes. Amor exultante de éxito. Claro que sí. Y corre la damisela sin importarle si se le rompe un tacón. Corre descalza hasta que alcanza al no malo malo, con el morbo que solo tienen los no malos más malos, y esos lingotes dorados que solo tendrán los más listos. Y le dice que le ama. El protagonista asiente. Cree que cuando el plan es perfecto, provoca lo impensable.

9.21.2006

Ada

Ventana llena de gotitas de agua que hacen que el mundo se deforme. Ada pega la nariz al cristal y observa los edificios y las calles ondulados. Ada sabe que un día todo será suyo y se estremece con sólo pensarlo.

Esta consciencia de su propio destino convierte a Ada en una niña peculiar, y los profesores y padres de otros niños nunca saben qué hacer cuando ella abre los ojos y dice que de mayor va a ser dictadora. En clase de Plástica modela figuritas de barro que representan a personas. Cada vez que acaba una figurita, Ada la mira y sonríe, y su sonrisa da siempre un poco de miedo.

A Ada siempre le preguntan por su nombre. "¿Es por Nabokov?", dicen los profesores de Literatura. Ella mira con desprecio y dice que no, que es por Ada Lovelace y no explica más. Los profesores sonríen y asienten, y después corren a buscar al personaje en la enciclopedia.

Ada Augusta Byron King (10 de diciembre de 1815 - 27 de noviembre de 1852) fue la primera programadora en la historia de las computadoras.
Ada Augusta nació en Inglaterra, única hija legítima del poeta inglés Lord Byron y de Annabella Milbanke Byron. Sus padres se separaron legalmente cuando ella tenía dos meses de edad. Su padre abandonó definitivamente Gran Bretaña y Ada nunca llegó a conocerlo en persona.

Ada tampoco conoció nunca a su padre. El día que nació, su madre daba un paseo por la playa. Faltaban dos semanas para salir de cuentas. Un hombre se acercó a ella y le preguntó si la llevaba al hospital. Entonces Ada dio una patada y su madre supo que sí, que era el momento. El coche del hombre olía a bosque y a polvo. La llevó a un hospital que sería demolido dos días después y la atendió un médico de mirada triste. El parto fue rápido y fácil.

Tras oír estas historias, Ada ve al hombre que llevó a su madre al hospital como a su padre. Siempre que puede va al bosque y no limpia nunca su habitación para sentirse más cerca de él. Su madre mira por la ventana y no dice nada.

Ada lee biografías de dictadores y aprende matemáticas. Lo primero, para trazar su plan. Lo segundo, para hacer honor a su nombre.

Tiene ahora nueve años y ve cada vez más cerca su día. Aplasta la nariz contra el cristal y diseña su mundo perfecto.

9.06.2006

Aposentos reales

Sangre azul corría por sus venas, pero sólo en algunas ocasiones. Se sentía príncipe cuando se sentaba la mesa y colocaba con extrema precisión los cubiertos. Y disponía pequeñas raciones con mucho gusto. Otras veces le daba por hacer lo contrario. Comía grandes porciones de carne que arrancaba con los dientes vorazmente, emulando a los grandes monarcas de la Edad Media. Después encendía la radio, e imaginaba que los locutores eran mensajeros que le traían noticias de mundos lejanos.

- Mi honorable alteza, hay una nueva guerra en el Líbano.

- ¿Otra vez? ¡Haz llamar a los consejeros! Debemos trazar una estrategia.

Entonces se ponía las zapatillas, se sentaba frente a un espejo y fruncía el ceño. Delibero, delibero. Estoy deliberando, se decía. En realidad hacía poco más que arquear las cejas y ensayar posturas faciales.

A veces pensaba en su princesa. Ella vivía en el bloque de enfrente. Dormía enredada en una mosquitera y cada noche colocaba un pequeño guisante bajo su colchón. A la hora del desayuno siempre se lamentaba.

- ¡He dormido fatal! Alguien ha colocado un guisante bajo mi grueso colchón

Después encendía la tele y se interesaba por el estado de la nobleza europea. Y los ojos se le ponían tristes porque los príncipes se iban casando y temía quedarse soltera. También se sentía molesta por la poca seriedad de los príncipes de hoy en día. Que si se drogan, que si se dedican a tocar pechos plebeyos. Se sentía tan sola... Y encima ese loco, el pobre hombre que vivía en los establos que daban a su ventana no dejaba de mirarla. Levantaba la vista y ahí estaba el, arqueando las cejas como un tonto. Su patetismo la irritaba profundamente.

- ¿No se da cuenta de que es un plebeyo?

Y diciendo esto agitaba sus manos con gravedad mientras observaba su reflejo en el cristal. Estaba determinada a tomar una decisión. Esa misma noche, antes de colocar el guisante bajo su colchón, ordenó plantar unos setos frente a su ventana.

8.21.2006

La metamorfosis

Ahora todo es diferente, claro, y la redescubro en sus nuevas dimensiones, enormes dimensiones.

Terroríficas.

Es difícil identificar el antes y el después, siempre es complicado. Cuando te retuerces de dolor, con las manos en la tripa, recuerdas que el chocolate tenía un sabor extraño, una textura térrea, algo así. Pero lo tragaste entero. ¿Sabes? Yo ahora reconstruía la historia. La veía dormir y podía discernir las señales.

Nunca me cayó bien. O es ahora que lo pienso. Igual si me caía bien, igual nunca me pareció rara. Pero no teníamos una relación muy estrecha, eso me tranquilizaba, me dejaba respirar. Llegaba a la habitación y ella estaba en silencio, era amable, nos saludábamos. Fin. A veces hablábamos de chicos, o de estudios o de conceptos metafísicos, pero sin pasarse. No éramos amigas. Y ahora pienso que ella no tenía amigas, pero no es algo que hubiera pensado antes.

Ahora tiemblo y ella duerme. Y yo no sé si escapar, si llamar por telefono, si despertarla, si matarla. Ahora entiendo su desidia y su forma indolente de caminar. Pero también entendería su hiperactividad y una manera intermitente de descansar. Porque a posteriori, todo es coherente. El problema es que ella ha roto mi imagen. Ella estaba allí inmovilizada, su cara, su cuerpo, su pasividad, sus buenas notas, su fruta, su silencio.

Y de repente el cuchillo y la sangre.

8.13.2006

La dualidad rota

Cuerpo y alma, repetía una voz cansina en su cabeza. Toda su adolescencia leyendo filosofía y obsesionándose con la dualidad. Pensaba en Platón, pero siempre acababa en Lacan. Y sentía una rabia inmensa, una rabia infinita, decía ella, una rabia propia de un ser fragmentado que se busca en los espejos. Ella se miraba de nuevo, se repasaba de arriba abajo y de izquierda a derecha, estudiaba cada curva, cada desproporción. Cuerpo.

Pero el alma estaba siempre allí pegada. Los músculos en tensión. Los ojos inquietos. Ella buscaba separar cuerpo y alma, señalarlos y definirlos y etiquetarlos. Dibujarse en la libreta y trazar dos flechas, que una dijese cuerpo y que otra dijese alma. O fotografiar la diferencia.

La dualidad integradora le parecía absurda, y lo era, decir que era dual cuando en realidad solo reconocía la unidad. La unidad fragmentada, por supuesto, la unidad que nunca sería cierta, pero unidad al fin y al cabo, sin partes distintas, sólo con pedacitos gemelos.

Una noche avanzó en su investigación y se vio sin alma, y no supo si aquello era alegría o más rabia, si era Platón o era Lacan de nuevo. La imagen del espejo era la de un ser inerte, la de un ser ajeno. Músculos pintados, ojos de cristal. Pensó dualidad, sí, pensó Platón y quiso creer alegría.

Pero Lacan en su cabeza, repitiendo "¿ves?" y "sabes que tengo razón", porque sí era cierto, se buscaba completa, dual y completa, y se identificaba con la imagen. Y acababa de descubrir que la imagen no era ella, que la imagen era otro, un yo fragmentado, o ni siquiera un yo, era un tú, o un ella. Lacan, Lacan. Músculos pintados y ojos de cristal, y ella, ella que no sabía dónde buscarse ahora.

8.03.2006

Las guerras barrigudas

Barriga que crece, que se expande hasta tensar la piel como un tambor y hacer del ombligo una válvula de contención que si se abriera provocaría que la barriga, la inmensa barriga se deshinchase como un globo, lanzando a la deriva el pequeño mundo que en su interior había nacido, había crecido, y ahora se hallaba en ese punto crítico en el que la evolución parece querer volver hacia atrás, y el progreso es un poco confuso, y la felicidade se materializa en pequeños aparatitos que vibran y emiten músicas que nos hacen canturrear, y se nos cansan los ojos delante de pantallas de plasma, e inventamos grandes armas de destrucción que aniquilan civilizaciones para instaurar lo que algunos señores llaman democracia, y todo corre deprisa, y el mundo es un fluir, sin pausas, con pequeñas comas y ni un sólo punto y aparte(bueno, sólo a veces, como ahora).

Se lo habían advertido. Jamás te comas las pepitas de las manzanas, porque te crecerá un árbol en la barriga. Pero no hizo caso, porque la vida es mucho más divertida cuando asumes riesgos. Eso pensaba. Se comió todas las pepitas que pudo, y en su barriga brotó un pequeño arbolito, que se hizo grande y tuvo manzanas. De las manzanas salieron pequeñas criaturas, similares a gusanos, pero con bracitos y piernas y un tacto suave y delicado. Comenzaron formando pequeñas tribus familiares, y poco a poco empezaron a plantar árboles por doquier y crearon extensos cultivos. Se alimentaban de frutas. Con el paso del tiempo, semanas, quizá meses (estos animalitos evolucionaban muy deprisa), construyeron hermosas casas con la madera de los árboles, crearon escuelas, bancos y tiendas, muchas tiendas. Y los bichitos hembra se compraban abrigos de piel. Y los bichitos macho relojes de última generación y bigotes puntiagudos. Los más pequeños aparatitos de esos con pantallas. Eran bastante felices, o eso creían. Ya habían descubierto el dinero, así que se deslomaban para ganar y ganar, y luego gastar y gastar. A veces tenían depresiones y se cogían una baja. Luego volvían a gastar y se olvidaban de sus problemas por lo menos hasta la hora de la cena.

Hace una semana se enfadaron con sus vecinos los bichitos del intestino. Ellos no estaban tan evolucionados. Sólo comían lo que los bichos de la barriga no querían, los restos. Los bichos barrigudos se vanagloriaban de sus logros, jajajaj, qué poco han evolucionado,míralos, comiendo basura, sin escuelas, ni tiendas, ni restaurantes. Y las señoras de pieles se llevaban las manos a la cabeza y con un gesto un tanto dramático exclamaban: "¡Pobrecillos, debemos hacer algo!". Y algo hicieron. Los señores de bigotes puntiagudos decidieron invadir la tierra de los bichos del intestino, porque, pensaron, hay que llevar la democracia a ese deprimido pueblo. En realidad pensaban que un punto tan estratégico como el intestino (que proporcionaba la salidad del cuerpo, claro está), sería clave para la expansión del imperio de los bichos barrigudos.

A la propietaria de la barriga no le importaban ni las guerras ni los imperios, sólo el dolor de barriga que tenía, que se expandía hasta los mismos intestinos, y que la hacía retorcerse de dolor. Por un momento tuvo la tentación de destapar la válvula de su ombligo y acabar con todos los habitantes que poblaban su cuerpo.

7.27.2006

Trampolines y besos

Una, dos y tres. Pensaba que podría hacerlo como cuando me tiraba al agua desde aquella roca tan alta, en la playa que había frente a la casa de mis tíos. Coger impulso, correr, una, dos, tres y ya, notar nada bajo los pies, hacerse irremediable el salto. Pensaba que podría hacerlo, y me repetía uno, dos, tres o incluso la cuenta atrás, tres, dos, uno y... y entonces cerraba los ojos muy fuerte, echaba el cuerpo hacia delante y dejaba que los brazos me aleteasen en el vacío hasta caer sobre él y chocar con su boca. Pero un par de milímetros antes, irremediablemente, el freno en seco, no puedo no puedo no puedo no puedo y allí me quedaba, a punto de rozar su nariz, sabiéndome ridícula y con la descarada piel de gallina. Él lo notaba supongo, pero no hacía nada, salvo preguntarme ¿tienes frío? así, sólo por humillarme. Él, tan consciente, tan estable, tan sabiéndose con el control. Yo enfrente, con cara de tonta, frotándome los brazos, intentando que no se notase el temblequeo.

Quedábamos todos los días, me hablaba de cuando era pequeño, de cuando fuera mayor, de su familia, de sus amigos, de lo mucho que me quería, pero ni un sólo beso. A veces al acompañarme a casa me abrazaba muy fuerte y lo sentía moviéndose contra mí, colocando su cara frente a la mía, y yo me decía, después de esto tiene que llegar el amor, o al menos algo que se le parezca. Él se separaba, decía: te llamo mañana y se iba, tan tranquilo. Yo me quedaba diez minutos más en el portal, con el corazón a punto de estallar, hasta que sentía unas ganas incontrolables de vomitar que me subían desde las tripas, porque tanta tensión no podía ser buena. Subía a mi casa y me tiraba en la cama. Inventaba teorías y sacaba conclusiones. Pero no entendía por qué por qué por qué no era la mujer de su vida.

Tres años así es demasiado para cualquier persona. Los días de mucho calor me llevaba a comer con sus abuelos y después llenábamos la bañera de agua. Me sacaba la camiseta, me sacaba el pantalón. Yo esperaba, ansiosa. O iniciaba la cuenta atrás, tres, dos, uno mejor que me rechace que morirme de ganas. Pero no era capaz, ya sé, la culpa es mía. Me quedaba con él abrazándome e intentando no llorar. A veces iba a tomar algo con otros chicos que sí me besaban en el portal. Él gimoteaba como un condenado y pataleaba y me decía que no pensaba que yo pudiera ser así. Yo le calmaba, le decía que él ya sabía que yo le iba a querer siempre, y a punto estaba de decirle que porque no un beso, o muchos, o todos, pero le veía tan feliz, tan completo, que me sentía mal, insaciable.

De todas formas un día tomé una determinación. Le senté enfrente de mí, le cogí las manos y anuncié: voy a desenamorarme de ti.

Y no era una amenaza, ni un haz algo rápido que lo impida. Era sólo la comunicación de mi error.
Porque yo creía que le iba a querer siempre y de todas las maneras.

Pero mi amor no era suficiente.

Él se acercó, en ese momento por supuesto, cuando ya era tarde. Se acercó, cerró los ojos y se inclinó hacia mí. Yo me separé, secretamente encantada de los tres años que le esperaban, de convulsiones, de temblequeos, de dolor de barriga.

7.22.2006

Detrás

Sonriendo se asoma a la ventana como cada día. Aún con legañas, en camisón, sus pies descalzos se deslizan por la madera del suelo hasta que siente el aire frío en la cara. Busca fuera.

Lo sabe, pero se le escapan algunos detalles. Sabe que es en alguna de esas otras ventanas que ahora tiene enfrente, pero es incapaz de indicar una. Duda entre tres.

La primera es verde, de madera y vieja, y al otro lado siempre hay una silueta que se mueve nerviosa, pero siempre tiene las cortinas echadas. Un día vio una mano apoyada en el cristal y tuvo ganas de estirar su brazo para tocar las puntas de sus dedos.

La segunda es una ventana pequeña y de aluminio. Es fea, para qué negarlo, y nunca se habría fijado en ella de no ser por la música de piano que siempre sale de allí. Cuando se confunde golpea todas las teclas a la vez, y ella quiere asomarse y gritar que es ahí donde está el arte.

La tercera no la ve si no saca medio cuerpo por la ventana y se voltea de forma muy complicada. Cree que es una ventana redonda, pero nunca la pudo ver bien. Está justo encima. Pero dos veces al mes salen de ella globos que los niños de la calle recogen. Tiene uno en casa, pero no se atreve a llamar al timbre.

Cada mañana coge su café y observa y se ríe. Y cuando alguna de sus tres ventanas se abre, ella escapa y se esconde. Porque todo sería peor si un día fuese capaz de escoger una.

7.14.2006

La felicidad de los muertos

...Crac

Y acaba así, como un alarido que sólo la muerte calla, como una agonía que se ahoga bajo las almohadas, como una bala rozándole la sien. No, rozando no. El golpe tiene que ser perfecto. Debe hacer crac. Saltar por los aires o deshacerse por dentro. Tiene que ser como apagar un interruptor. Sin sangre, con dulzura. Al fin y al cabo lo hace por amor. Pero los pedacitos de carne, los huesos fragmentados entre sus manos...cuanta ternura entre sus dedos. Todo suyo, paralizado en el tiempo. La felicidad capturada. Las manchas de sangre en el baño, por el suelo. Las vísceras manchando los cuadros y los cubiertos. El muerto llenando la vida.

Y sin saber por qué se acuerda del catecismo. En este valle de lágrimas. Sin saber por qué recuerda sólo esa frase. Pero no son las lágrimas de María Magdalena las que ruedan por sus mejillas y se cuelan por su boca con sabor a cadáver.

Ocurrió un día. En cama, junto a él. Sus cuerpos se rozaban desnudos y ella sentía su calor. Sonreía. La ventana estaba entreabierta y corría una brisa azulada. No había luna sino una luz de farola. Le bastó eso para saber que era el momento. Que era tan feliz que lo mejor era acabar con sus vidas. Primero con la de él, degollarla con sus manos, atraparla entre sus dedos y sorberla despacito. Después la de ella.

Su cuerpo quedarían en el medio de ese cuarto oscuro, bajo la luz amarillenta de la farola y las sábanas impregnadas de sangre. Él entre los muebles. Ella agarrada a sus órganos, sonriendo.

7.01.2006

Las venas de mi nariz estallan de amor

Venita que explota.

Crack.
Cogía cariñosamente mi nariz entre sus dedos. ¿De quien es esta nariz? Tonterías así. Después, invariablemente, el ruido, la sangre a borbotones. Yo lloraba, y él se sentía culpable. No avises a mamá, eh, no la avises. Yo lloraba más alto. Así que chistes, coger un gato y golpearlo, darse manotazos contra la cabeza, llamar mi atención no importaba cómo.
De repente se ponía muy serio y me decía: "el amor a veces duele".

No lo entendía muy bien. Yo lo quería mucho, y no me importaba si dolía. A veces en medio de la noche daba golpecitos en su colchón. Percusión perfecta para mí, que dormía debajo. Oía ruidos sofocados, la almohada alporizada, susurros y jadeos, no vengas, no vengas, no vengas, mi hermano duerme debajo, vete a por él. Yo me escondía entre las mantas y pedía que sólo lo matasen a él. Rezaba incluso. Mi amor era así, un poco egoísta. De todas formas acababa mojando toda la cama. Yo era muy pequeño, tenía miedo. Es normal. Él asomaba la cabeza y me sonreía. No se reía de mi, ojo, no quería humillarme. Él sólo asumía que esa era su función, era el mayor, el que tenía que divertirme. Yo disfrutaba un montón. Era la piel gallinácea, las sabanas ahogándome, incluso los sollozos, de acuerdo. Pero también esa dulce excitación que sube por el ombligo y la respiración que se acompasa al terror y sientes que pasa algo. Que por fin pasa algo.

Mis padres pensaban que me trataba mal, que estaba celoso. Yo sé que no, pero él también lo creyó. Cuando me reñían por algo, él afirmaba que era su culpa. Hasta que lo castigaban también. Comparabamos las marcas de la zapatilla. En eso consiste la adolescencia ¿no? en enorgullecerse de los golpes.

Un día se acabaron esos golpes, ya éramos mayores, y él aprovechó para intentar cambiar. Nadie aceptaba sus manos brutas, y ahora, cuando después de varias semanas nos reencontramos, esas manos flotan en mi espalda, desorientado en el abrazo, perdido en el mundo del afecto físico. Termina irremediablemente con una palmadita que se reprime, que no deja salir, porque aún se siente culpable de todas las cicatrices. Del mar. Se averguenza cuando hablamos en la familia de aquel día que me cogió y me tiró al agua. Pudiste morir, dice con la cabeza entre los dedos, al borde del llanto.

Pude, pero aprendí a nadar.

Otras veces sus manos, liberadas de la conciencia, buscan de nuevo mi nariz. Todo vuelve a su sitio. Y noto que de cariño voy a reventar porque yo que conozco el contenido, amo sus formas. Entonces venita que explota.

Crack.

6.25.2006

Sus escrúpulos porque no existían


Ella con su espalda recta y sus ojos fríos. Se sentaba siempre delante y él sabía que no tenía escrúpulos. Esas cosas se notan. Cada vez que ella hacía un gesto, él sacaba su libreta y apuntaba sus impresiones. Como por ejemplo:

Día 43, 3ª hora, clase de Filosofía. Afila su lápiz y después pinta rayitas finas en su cuaderno. Cada vez presiona más la punta contra el papel. Tortura.

O

Día 58, 1ª hora, clase de Inglés. Mira fijamente el radiocassette apagado y sonríe de forma imperceptible. Mueve dos dedos sobre la mesa. Intenta hacerlo estallar.

Empezó la primera libreta el día que ella llegó al colegio, y ya había completado cuatro. A veces ella miraba hacia atrás y le sonreía. Al salir de clase siempre hablaban y ella clavaba sus ojos fríos en los de él y él temblaba de miedo. Se despedían y veía cómo se alejaba con su melena lisa y negra.

Muchos años después, ella le preguntó qué escribía siempre en aquellas libretas y él no se atrevió a contestar. Entonces ella le tocó la cara con sus dedos fríos y le preguntó por qué siempre le había tenido miedo.

Yo nunca te tuve miedo, dijo él, pero sé que no tienes escrúpulos.

Ella se rió y se fue una vez más con su melena lisa y negra, y lo dejó allí, sintiendo otra vez aquella mano fría y sin escrúpulos apretando su pecho y deshaciendo sus entrañas venita a venita.

6.12.2006

Suficiente recompensa

Suda y suda hasta volverse océano. Y así llega hasta la China.

Durante un tiempo trabaja en los campos de arroz. Le gusta contemplar las montañas. Le recuerdan vagamente a los dibujos de las paredes de los restaurantes chinos de Madrid. Esos en los que siempre hay pelos dentro de los rollitos de primavera. En China puedes pasarte la vida contemplando montañas, y a nadie le molesta.

Una mañana decide subir a una de ellas, contemplar el mundo desde arriba. Dios le ha dicho que desde la cumbre no se ve nada. Sólo el cielo. Pero a él el cielo le parece suficiente recompensa. Así que inicia su marcha, y mientras los campos de arroz se van volviendo pequeños su cuerpo comienza a sudar, y a sudar. Y nota que el océano le vuelve a arrastrar de vuelta. Pero él se aferra a la montaña. Quiere tocar el cielo. Y tanto se agarra a las rocas y a los árboles que se le rasgan la ropa y la piel. Y los ojos se le llenan de agua. Pierde los zapatos, y poco a poco va perdiendo también la consciencia. Pero cada vez está más cerca, casi lo puede rozar con la yema de los dedos. Y de repente, entre las olas del temporal, entre las ramas y las piedras que corren como un río, aparecen sus ojos. Los de ella. Enigmáticos como siempre. Callados. Mirándole con reprobación, echándole en cara que quiera tocar el cielo sin ella.

6.10.2006

Hambre de tarta

Peor que el calor, son los besos.

En invierno a veces, por probar, se deja abrazar por hombres que la desean con ojos febriles de excitación. Otras veces también intentan atrapar su mano, pero entonces sus dedos huidizos se escabullen. Porque las manos de los chicos sudan y le ofrecen a su piel una palma húmeda, pringosa.

Sus amigas, que enseguida se desabotonan la blusa, le dicen que todo eso es porque no ha amado nunca de verdad.

Ella no es de las que se enfurecen, pero mueve sus rizos de un lado a otro, tan rápido. No, no y no. El amor no es mirar a alguien como si fuera una tarta de chocolate ¿sabéis?. Medita un rato. Además yo me quiero, a mí, me quiero de verdad. Pero eso no evita que mi cuerpo sea repugnante y líquido, que mi catarro sea eterno, que mi mesilla siempre rebose de clínex con mocos. El amor no es compartir eso, no puede serlo. Tiene que ser algo más parecido a nadar en agua fría o comerte un helado. O incluso la aceleración del corazón cuando él pronuncia conceptos tan complejos como "entropía".

Sí, siempre lo supo, y aún cierra los ojos con rabia cuando sus padres se besan. Los odia por reproducir la mentira fundamental. Que el amor es saliva, es calor, es suciedad.

Y si en medio de la noche siente alguna necesidad de agarrar algo entre las piernas, prefiere coger la almohada, que por lo menos no suda.

6.08.2006

El paracetamol no sirve

Amor otra vez y todo lo que eso conlleva. Los temblores por las mañanas, el aire en el pecho y los bichos en el estómago. Que se mueven sin dejarte dormir, ni comer, ni pensar. Y el frío, ese odioso frío febril que te atrapa a cada momento y que hace que tus dientes choquen unos contra otros sin que tú puedas hacer nada. Ese frío que no curan las mantas, ni los jerséis, ni los treinta y cinco grados que hay fuera.

Y te dicen que no es amor, que no puede ser amor, que es solo gripe, que también estornudas y tienes mocos. Tú contestas que eso es por la alergia a la primavera y a la sangre y al frío. Y de verdad, dices, de verdad que me gustaría que fuese gripe, porque con la gripe todo es más fácil, dura una semana y ya está, pero conoces tu cuerpo, sí, muy bien, y sabes cuándo es gripe y cuándo es amor. Y no, claro que no lo sabes explicar.

Pero cuando te despiertas a las 5 de la mañana temblando nunca es gripe. Y es horrible pensar que ni siquiera serviría de nada levantarte a por algo de paracetamol, porque no tiene nada que ver. De día siempre tienes ojeras y tus amigos te dicen que vayas al médico, pero tú sabes que no, que el médico es como las mantas o los treinta y cinco grados o el paracetamol. Remedios para algo que tú no tienes.

Porque esta vez no es gripe. Es algo peor.

6.01.2006

El amor es una lata

Románticas es palabra de viejas. Como las lentejas. Las dos huelen a remojo. Las dos se vuelven espesas con los días. Y en los tiempos modernos que corren las dos vienen en lata y se compran en los quioscos y en los supermercados, en los cines y en las librerías. El procedimiento a seguir es muy sencillo. Se abre la lata, se calienta, y en cinco minutos tenemos unas magníficas lentejas o un poco de amor, aunque sepa un poco a plástico y los suspiros se nos queden entre los dientes.

Antes, hace mucho, mucho tiempo, cuando las madres ponían las lentejas a remojo, las parejas fabricaban manuales de romanticismo. Se escondían en los parques, se enviaban cartas, y se trataban de usted. En los bailes se miraban y con gestos se citaban para más tarde, lejos de miradas censuradoras. En esos momentos de intimidad, un hombre de gabardina que se parecía un poco a Clark Gable tomaba minuciosas notas.

Nota número 1. La fémina roza el cabello de él con los dedos de la mano derecha y desliza la izquierda por su espalda. El varón se acerca a su boca y la agarra por la cintura. Aumento de la frecuencia cardiaca.

Nota número 2. Varón y hembra soportan las bajas temperaturas de la noche y se mojan los pies en el mar. El varón comienza a salpicar a la hembra, y ésta, olvidando la temperatura polar emite una sonora carcajada. Pérdida de la noción del tiempo y de la situación climática.

A partir de ahí la empresa para la que trabaja el hombre de la gabardina escribe los manuales de amor que luego venderá a productoras y editoriales. Éstas se encargan de enlatar el romanticismo con distintas formas y sabores, con el fin de adecuarlo a los distintos públicos objetivo. El consumidor tan sólo debe elegir el suyo. Los hay sofisticados, de todo a 100, salvajes, conservadores, pasionales, ñoños, amores de suspiros ahogados, de proposiciones indecentes en la oficina, de matrimonios, de infidelidades, imposibles, comunes, extravagantes, de adolescentes?

En su punto de venta más cercano encontrará el romanticismo enlatado que usted elija listo para consumir. Es fácil y sencillo (e indoloro).

Sin embargo, hay quien prefiere aprender a cocinar lentejas y arriesgarse a que se le quemen, se le peguen al fondo o le salgan aguadas. Esos extraños amantes de las cosas viejas afirman que de esta forma siempre saben distintas, y los suspiros no se quedan entre los dientes, sino que pasan de boca a boca y de cuerpo a cuerpo. Pero recientes investigaciones desaconsejan esta práctica por peligrosa y denuncia a los nostálgicos por intentar sabotear las actividades económicas de los fabricantes de amor.

5.25.2006

La maleta está llena de billetes

Delicadeza en cada uno de sus movimientos. Coge la maleta y se le marcan todas las venas (un azul tan noble) del brazo. Blanca y suave.

Y corretea de un lado al otro de la estación, dispersa, desorientada. Abre mucho los ojos y mira alrededor antes de dejar la maleta junto a la cabina. Telefonea, mientras, llora.

Entonces las señoras se dan codazos, esperan y cuchichean porque lo han visto en el cine y saben que las chicas blancas y delicadas siempre son cogidas en brazos por un hombre fuerte que les pide que no se vayan nunca.

La maleta desaparece.

Pero en el imaginario popular las chicas quebradizas sólo sirven para las historias románticas.

5.22.2006

Caballos en el aire

Afilados. Así son sus dedos cuando habla. Los mueve rápido intentando dibujar sus ideas en el aire, y sus ojos miran nerviosos a su alrededor sin saber en dónde posarse. Nunca en otros ojos, por supuesto. Porque esos otros ojos nunca están donde deben estar. En sus manos. En sus dedos. Y se siente impotente cuando encuentra tantos pares de globos oculares fijos en su cara, porque su genialidad no está ahí. Su genialidad nunca sale de su boca ni de la dirección de su mirada. Su genialidad está siendo rasgada en el aire a cada segundo con sus dedos afilados.

Nadie se fija.

Mueve mucho las manos, dicen, es muy nervioso, pero no ven las figuras que traza y que durante unos instantes quedan suspendidas en el aire.

Él se queja sin decir nada. Soy un incomprendido, piensa mientras sus ojos vuelan por la habitación.

Y sin embargo nunca se da cuenta. Nunca se fija en esa mano con tres pulseras amarillas que, cuando él se va, recoge las figuras con delicadeza.

5.18.2006

Las palabras no son sólo para hacer la guerra

Latín es tu boca de niño que iba mal en la escuela. Latín son tus ojos, que tan bien mienten, que tan bien ocultan que en aquellos años te dedicabas a levantarles las faldas a las niñas y a besarles las mejillas.

Y que los libros para ti eran para jugar a los aviones de papel. Y que las palabras para ti eran para destrozarlas contra los muros, como mísiles, como dardos venenosos, gritos de guerra en el patio del colegio.

Todos los profesores opinaban que sabías latín, aunque tú nunca supiste declinar. Rosae, rosas, rosarum. Te dolía la cabeza sólo de pensarlo. Cuando la profesora escribía en la pizarra, tu pequeña cabecita volaba a paisajes selváticos en donde luchabas contra las fieras. Entonces los lápices se convertían en lanzas mortales, y pensabas que para enfrentarse con la naturaleza no se necesitaba una lengua muerta. Las palabras, qué poco valen, y más si están muertas.

Eso pensabas. Entonces alguien decidió regalarte unas palabras, regalarte el abecedario entero. La niña de la diadema roja, la que nunca te dejó que le levantaras la falda, te hizo llegar una carta.

Algunas veces, las palabras atraviesan más fieras que los lápices afilados.

5.14.2006

Isotopo también es una palabra

Ciencia no.

Se cruzaban de brazos, hacían algún adorable mohín con los labios...

Ciencia nunca.

Había dos bandos, dos bandos claramente diferenciados.

Letras no.

Colocaban las manos en las caderas, fruncían las cejas....

Letras nunca.

A veces estallaba la guerra. Bombardeo de lápices de colores. Especial ensañamiento a través de las escuadras, de los cartabones, de todo lo que no es neutral. Los diccionarios, gordos y pesados, eran deshojados con devoción, jajaja una página menos.

Se tiraban de las trenzas, se pellizcaban, se mordían. Shhhhh. Qué placer. Qué placer la sangre cuando es poquita. Quéq placer la violencia cuando no hace daño.

Qué placer el conflicto. Qué placer.

Después llegaba la profesora y disfrutaban estudiando matemáticas y latín.

5.08.2006

La culpa es de la ciencia

Caída tras caída te dice, mientras se coloca las gafas, que la culpa de todo la tiene la ciencia. Tú le sigues el juego y pones cara de asombro, y entonces con gesto fingido de suficiencia suspira que siempre tiene que explicártelo todo. Antes de la ciencia no había ni relatividad, ni inercia ni gravedad. Antes de la ciencia sólo había letras y todo era mucho más bonito, porque las leyes físicas eran flexibles, tan flexibles como la imaginación.

Habla y habla y habla y te describe aquel mundo pre-ciencia basado en las letras, y tú piensas que lo que cuenta no es cierto, que no tiene sentido, que todo el mundo sabe que no es así. Le llevas la contraria y le dices que antes de la ciencia tampoco había letras, y él se ríe y comenta con desprecio que eso es lo que te han enseñado los científicos, malditos historiadores que quieren que creamos que el mundo fue como ellos dicen.

Se sacude la tierra del pantalón y se mira las manos que ahora tienen algún rasguño nuevo. Antes de la ciencia no había sangre ni piel si tú no querías, si decidías que existiesen era únicamente por razones literarias. Sangrar por la nariz como metáfora, ya sabes. Pero en realidad no había cuerpos, ni plantas, ni agua. Sólo letras.

Le preguntas quién inventó la ciencia y por qué la gente le hizo caso, y él se agacha y toca la piedra que le hizo caer. Las letras crearon un día a la ciencia y la ciencia era un gran recurso literario. Pero entonces la gente se lo creyó todo y la ciencia se separó de la literatura y formó un mundo aparte en el que si saltabas desde un tejado te caías al suelo. Lo peor es que en ese mundo las letras eran de mentira, eran cuentos irreales.

La culpa es de la ciencia.

5.05.2006

Torpeza

Tropieza cuando ríe. Sólo cuando esboza una sonrisa. Porque la felicidad la vuelve inestable. Le basta cerrar los ojos cuando besa para perder el equilibrio. Y además siempre acompaña sus besos de un ligero levantamiento de la pierna derecha. Como en las películas. Está tan llena de convenciones que le asusta decir te quiero. (porque las palabras, dice ella, se desgastan, y cuanto menos las uses... Esas mujeres de pelo rubio y ondulado y miradas de rimel tienen la culpa. Demasiados te quiero, demasiados arrumacos junto al porche en tardes de sol. Pero siempre nos quedará Ava Gardner, aunque no fumemos, aunque no seamos capaces de matar una mosca. Pero no, reconócelo, se dice, esas cosas no te quedan bien. La mirada lánguida y el humo. El desdén. Tú eres más de ojos clavados en el suelo, de comerte las uñas, de perder el equilibrio cuando te besan. Tú eres torpe).

Y en su torpeza a veces encuentra lo que busca. Cuando la sonrisa crece, y crece, y la dentadura reluce, y los labios se estiran dibujando una gran v, ella hace ¡plaf!, y saluda a la tierra, a las paredes de mármol, al acero y al cemento. Y duele, duele de una forma inhumana. Pero al menos el dolor no se gasta. La sangre de las torpes es real. La de Ava Gardner es sólo ketchup. Y después del rodaje se lava y se va. La otra se quedará un poco más, hasta la próxima vez que eleve su mirada, se ría, y al perder de vista el suelo tropiece y la sonrisa le dure hasta el momento final de la caída.

4.27.2006

Equilibrio y circo.

Hierba la funambulista pasea por un cordel. Y la gente la mira y la gente le aplaude y la gente no sabe. ¿Hierba por qué? La gente no se pregunta, no, porque Hierba es circense y en el circo las cosas son así. Ya se sabe. Hierba no llora, Hierba no reza. Hierba es una muchachita delgadita y andrógina que recogieron un día. Hierba camina, pasito a pasito porque no teme caer. No tiene familia, no teme caer. Claro.

Y Hierba la funambulista pasea por un cordel. Y Hierba se divierte ¿Por qué no?Hierba no echa de menos un nombre, ni una decisión. Hierba se balancea para causar excitación. Pequeño golpe de efecto y finge que resbala, la gente da un respingo, y después aplaude más, mucho más.

A la gente le gusta pensar que me voy a caer, eso piensa Hierba. Hipócritas estúpidos que se llevan las manos a la boca y critican que no pongamos red. Hipócritas estúpidos que quieren ver como me caigo para recordar que están vivos y estables. Y que encima, recrean emociones de honda preocupación.

Como les gusta. Y no se lo puede decir. Hierba es discreta y además nadie la va a escuchar. Hierba está ahí para fingir que se cae. Para que los demás palmoteen entusiasmados, y para que salgan en la tele, que horror, que horror, el día en el que se caiga de verdad. Ella lo sabe pero no lo puede decir, porque si piensa en coger las fuerzas suficientes para gritarles a todos que les desprecia, se sonrojará e igual tropieza.

4.23.2006

Y los dejé en libertad

Pies, podéis iros.

Lo dijo así, sin pensar, justo antes de sentarse en la hierba y arrancar una flor. Mientras jugueteaba con ella entre los dedos, pensaba en cómo sería su vida sin pies. Pensó en que se tumbaría y se quedaría allí para siempre, viendo pasar los soles y las lunas, la gente y los insectos. Las flores crecerían lentamente y él podría arrancarlas para jugar, y nunca, nunca más se sentiría mal por llevar una vida contemplativa.

Sus pies, mientras, estarían viajando por todos aquellos lugares de los que siempre le hablaban. Recorrerían desiertos amarillos y azules, selvas húmedas y ciudades con polución. Volverían una vez al año, siempre por sorpresa, y le enseñarían mil fotos de las huellas que iban dejando.

Él seguiría allí tumbado en la hierba, como ahora, con alguna flor entre las manos. Se alegraría siempre de verlos y guardaría las fotos en el bolsillo de la camisa. Así año tras año. Al final la hierba y la tierra lo cubrirían, y entonces los pies decidirían que ya no debían viajar tanto y se quedarían a su lado.

Sonrió al imaginar las caras de la gente al pasar por el parque y ver dos pies desnudos junto a un montículo. Y justo en ese momento notó un cosquilleo y vio cómo sus pies se separaban de él. Buen viaje, pensó, y arrancó otra flor de la hierba.

4.14.2006

La noria ha dejado de girar

Ridículos. Llegaron tan tarde que la noria había parado de girar, y en su lugar tan sólo un crujido de hierros gastados y carruseles decrépitos y vacíos. Y ahora parecían estúpidos, con sus trajes de terciopelo y sus excesos etílicos. Contemplando el estatismo de la noria mientras en su cabeza todo seguía girando.

La noche había comenzado en un apartamento de luces tenues. Poco a poco los corchos dieron paso a las lenguas viperinas. Se rieron como nunca, se callaron como nunca. Se escondieron bajo los sofás, y detrás de las cortinas. No, nunca lo sabrás, porque me avergüenzo. Porque te estoy contando mis secretos. Me estoy riendo de ti. Te digo, os digo, os voy a contar un secreto. Y las miradas acechan, y la luz se vuelve todavía más tenue. Ya no se siente la música. Y el secreto rueda como el vino. Y todos los paladares lo saborean. Mmmmm, los secretos. Pero más abajo, detrás de los ojos expectantes y las manos nerviosas, hay un idiota que miente, y otros idiotas que consienten. Porque sólo os contaré de aquella noche, os acordáis, cuando creísteis que me había ido a casa...qué ingenuos fuisteis, creísteis que yo...no, en realidad acabé en otro sitio...Y mientras las bocas estallan y el vino mancha la alfombra y las gargantas...mientras tanto, no os contaré mis secretos. No sabréis por qué estaba en ese lugar, qué sentía cuando, que pensé después de que, y qué pasó en el momento en que, y sobre todo, qué siento ahora que. Y no os engañéis, compañeros del alcohol y las mentiras. La noria hace tiempo que ha dejado de girar. Pese a ello, la tierra sigue haciéndolo, bajo nuestros pies.

4.07.2006

Meteorología

Lluvia que evita que se sepa. ¿Que se sepa, qué? ¿Que eres humana? ¿Que a veces necesitas que granice para sentirte limpia?
Porque la lluvia no, la lluvia nunca, la lluvia limpia pero no hace daño. Y tú recibiste esa educación que critican por todas partes, en la que parece que no hay posibilidad de exorcismo sin flagelación. Y tú quieres que granice para que arrastre las lágrimas, las lágrimas son cursis, la misma palabra es cursi. Prefieres la sangre, que el hielo te corte y te haga sangrar. Y brote rojo, desde dentro, lo que te ensucia. Escape con la sangre, con la sangre símbolo del amor. Porque por eso el corazón es el amor y no por su absurda forma no-de-corazón. El corazón es amor porque bombea sangre. Sangre como la sangre que te hace si te muerde. Y notas el sabor en tu lengua y finges enfadarte, y cruzas los brazos. Y esperas. Porque te encanta por fin tener la excusa perfecta para hacerle daño, para hacerle sangrar, para arrancarle todo lo que te gusta de él, y poder despreciarlo de una vez, sin contemplaciones. Pero no eres capaz. Porque eres blandita, y cuando sangra mucho te preocupas y vas a buscarle algo para cerrar la herida. Y no le haces daño si no llueve, porque tú sabes lo horrible que es llorar en agosto y salir a la calle y que el aire quieto y recalentado se meta en tus ojos. Y el maldito calor impide respirar y te ahogas te ahogas te ahogas y consigues intercalar entre tanta angustia una respiración y coges aire con demasiada fuerza y te intuyes a ti misma, patética. Con todo ese calor que impide inspirar y expirar y con esos sonidos grotescos de llantos histéricos. Y como uno es valiente cuando llora, porque toda la adrenalina está abotargada ante el bello espectáculo de la autocompasión, se lanza por el sendero de la no respiración, y parece que el corazón estalla, que el bazo estalla, que todo el cuerpo se entrega a una entusiasta desintegración. Pero no pasa nada. Nada que acompañe el llorar ridículo. Así que sólo queda eso. La verdad es sólo... que somos ridículos.

4.01.2006

De la bondad humana y la perversión de las sociedades

Valiente como tu hermano, que sale a la calle sin paraguas, que nunca cierra con llave, que se baña con bandera roja. Y tú siempre tan prudente, cerrando el gas y agarrando el bolso, mirando de reojo desconfiada. Quedáis siempre en el mismo sitio, donde él pide un café solo doble y tú un cola-cao. Él te pregunta cuándo crecerás y tú le adviertes de las propiedades nocivas de la cafeína. Se ríe mientras saca la cartera para pagar, pero no paga, se va al baño y deja el dinero sobre la barra, y tú tiemblas desde la mesa y vigilas, te vuelves espía o policía de incógnito. Él vuelve y se da cuenta, dice ups y bromea con el camarero, y tú te preguntas cómo aún sigue vivo.

Al salir habláis siempre de lo mismo, de ti y de mí, de mí y de ti, de que no sabes cómo puedes ser tan imprudente, y de que mamá no te educó para desconfiar de todo el mundo. Él habla de la bondad de la gente y tú de la perversión de las sociedades. Y le recomiendas tres libros y él te recomienda respirar, y entonces pasa un coche que él no ve pero tú sí, cuidado, ups. Inconsciente.

Entonces llegáis al parque y él quiere dar de comer a los patos, pero tú le hablas del ecosistema. Tu hermano te mira mientras sigues hablando, y tú ya sabes qué va a pasar, sabes que empezará con la maldita anécdota infantil que sólo tú pareces querer enterrar. Sabe que te enfadarás, que te darás la vuelta y volverás a casa sin decirle adiós, sin quedar para otro día en otro sitio, pero no hará nada para impedirlo.

Por eso volvéis al cabo de unos días al lugar de siempre, donde él pide su café doble y tú hoy un zumo de naranja, por cambiar algo, dices. Finges seguir enfadada y él finge no darse cuenta, y ves que mira por la ventana, que llueve y que él no tiene paraguas. Que tiene el pelo empapado y que se acaba de perder en el cristal. Te pregunta por mamá y por papá también, y tú cuentas las últimas anécdotas sin importancia y él se ríe pero está triste, tú sabes que está triste.

Esta vez no vais al parque porque tú tienes cosas que hacer, pero le dejas tu paraguas. Sales decidida a la calle detrás de él justo a tiempo para ver cómo lo deja en una papelera. Piensas en cogerlo, pero hoy no. Hoy quieres probar la lluvia.

3.26.2006

Fuera de órbita

Explicativa y concisa. Como una nota de suicidio, una noticia o el horario del tren. Que no deje lugar a dudas, a suposiciones, a medias tintas. Que no deje lugar a la esperanza. Que la oprima entre sus líneas, que la estrangule entre los rabos de las letras, que la hiera con sus jotas afiladas.

Ahí, entre sus líneas, la renuncia. El miedo, la angustia, quizá la felicidad, pero siempre el adiós. Adiós porque me voy, o adiós porque te marchas. Pero siempre una despedida. Y en ella no hay manos en la gabardina y humo de locomotoras. No hay un hombre de sombrero que te agarra por los hombros y te dice: Está bien que no llores, pero tampoco pretendas fingir que no te importa.

Ahí, sobre el papel, en las sombras de los dedos que agarran el bolígrafo y se deslizan hiriendo aviones, y barcos, y bicicletas, ahí se esconde la cobardía. Las líneas se multiplican, la vista se nubla. Y ahora las líneas aparecen curvas, son un inmenso ojo de pez. Y entonces recuerdas que una vez prometiste no usar hojas rayadas. Lo hiciste aquella vez, leyendo a Cortázar. Los que usaban hojas rayadas eran los mismos que apretaban los tubos de pasta desde abajo. Juraste no parecerte nunca a ellos. Apretar la pasta de dientes hasta deformar el tubo. No asustarte por la aparente rigidez de las cosas.

¿Y entonces? ¿Qué hacías pretendiendo escribir una nota explicativa?

¿Qué hacías pretendiendo arrojarte al orden del mundo? ¿Qué haces sintiendo miedo, cuando en el desorden, en los trenes de ida y vuelta, en ellos está la felicidad?

Y pensar que miras a la luna sólo porque quieres sentirte parte del cosmos. Qué estúpida eres a veces. Pero hoy no escribirás esa nota. Hoy serás todo lo polisémica que quieras, y discurrirás fuera de órbita, valiente.

3.18.2006

Y echarme la culpa.

"Opaco, así soy". Y te encanta y te enorgulleces de ello de una forma estúpida, como se puede enorgullecer un perro de saber sentarse, que está muy bien, pero a un nivel inferior.
Y opaco te tiene oscuras resonancias de indiferencia muy fílmica y de chicas llorando que te agarran del brazo mientras gritan que no tienes corazón. Y tú sonríes, claro, porque llevas toda la vida intentando ocultarlo. Opaco porque tienes corazón. Porque si fueras translúcido y dentro hubiese sólo músculo, no tendrías de qué avergonzarte.

Así que no me busques, no me busques nunca. Deja que el hielo se clave. Hasta que sangres un poco. Porque ser opaco es estar sólo. Pero no una soledad de héroe. Una soledad patética que se clava como se clava el hielo. Porque es mejor sentir el agua que sentirse por dentro. Con el corazón que machaca y se bate contra el cuerpo y que no tiene por donde salir. Y que se agota en un centímetro cuadrado y que choca y que se parte y que rebota.

Y que nunca sirve para nada.

Porque el día en que se pare... ¡Oh!. Nisiquiera me podrás dejar una nota explicativa.

3.11.2006

Ojos de cristal

Dolor de córneas de tanto mirarse al espejo. Se está haciendo de noche, pero no enciende la luz. Para qué si ya ha memorizado la imagen. Cada curva, cada esquina, cada color. Podría dibujarse de memoria si no fuera porque no sabe dibujar. O porque sabe pero no se le da bien. O no le gusta. O no quiere. Y piensa en apartar la mirada y mover un pie y después el otro y alejarse, ir a la cocina y tomar un vaso de leche caliente. Pero la orden no llega a salir del cerebro y su mirada y sus pies permanecen ajenos a todo.

Le pican los ojos como si se le hubiesen secado. Las venitas rojas que empiezan a invadir el globo son grietas. Pestañea y se romperán en mil pedazos y sonarán a copas rotas al llegar al suelo, se dice, y no pestañea. Por si acaso.

Confía en que sea el espejo quien se canse, que se vuelva opaco o que se descuelgue y se vaya, no sin antes haberle dirigido un mal gesto (una mala imagen). Pero la única opacidad es la que se desprende de su aliento y se pega de forma momentánea a la superficie.

Quiere que todo acabe bien y lanza órdenes a su cuerpo que se pierden en alguna de las mil desviaciones nerviosas. Hacedme caso, malditos.

Entonces es cuando el agujerito del lacrimal derecho (al que siempre han considerado el más débil) se rinde y se dilata tanto que un torrente de agua salada sale precipitado hacia el lavabo. El lacrimal izquierdo maldice la simetría de los cuerpos y se dilata también, y las grietas se inundan de mar que sirve de pegamento a los globos oculares. Ahora puede cerrar los ojos, puede mover un pie y después el otro, se puede alejar. Va a la cocina y mete un vaso de leche en el microondas.

Mientras, en el cuarto de baño, el espejo se pregunta qué hará ahora que se ha vuelto opaco.

3.06.2006

Y mis manos en tu cintura

Sonoridad de relojes, de cadencias rítmicas y espaciadas. Tic, tac. Tic, tac. Y a cada tic esperaba el tac. Y a cada tac hundía su cabeza en la almohada. Ahora?ahora sí. Ahora sí lo veía. Con su sonrisa ladeada, con sus modales de Cary Grant. Y esa melodía de violines pasados de moda y movimientos de swing.

- ¿Has esperado mucho?

Ella se hacía la dura. ¿Una hora? ¿Quince minutos? ¿Toda la vida?

- Acabo de llegar


Tic, tac. Tic, tac. Sapore di sale, sapore di mare.

Entonces bailaban, como todas las noches. Los violines. Las cadencias. Los besos, los brazos. Los pasos. Las caricias. Los compases. E lasciano in boca il gusto del sale.

Por eso conocía cada paso de memoria. Por eso, sabía que justo en ese momento la pisaría. Conocía con toda exactitud el dolor que le produciría la suela de su zapato sobre sus pies descalzos. Y sabía que después se reirían. Y seguirían las caricias, los mordiscos, el amor pasado de moda. El amor que sólo se veía en las comedias románticas de los años 50 y en las telenovelas.

Y entonces el reloj de nuevo. Las cadencias espaciadas, el desamor del boletín informativo y los desayunos. Lavarse los dientes frente al espejo y esperar que llegue la noche de nuevo. Y los violines. Y los pisotones, sobre todo los pisotones. El dolor.

2.28.2006

El tipo de cuerpo de una cabaretera

"Vivir es la única certeza epistemológica" decía. Y después echaba los hombros ligeramente para atrás, como había visto hacer a Greta Garbo o a Joan Crawford,o a alguna otra de esas actrices que no lograba diferenciar. También le daba una larga calada a su cigarrillo cogido con cierta desidia con la mano izquierda "Y sin embargo, vivir no es más que esto". Dejaba caer cuidadosamente los párpados, golpe de efecto.
No podemos juzgarla porque no había tenido elección. Qué podían ofrecer estos horribles tiempos ecológicos cuando ella intuía la elegancia de un abrigo de pieles sobre su piel desnuda. Piel que sobraba, por otro lado. Su cuerpo era una desgracia. Un cuerpo que no encajaba en ningún sitio. Un cuerpo anguloso de cabaretera de posguerra, que nunca había conseguido ser mirado. No tenía un cuerpo redondito y gordito que disfrazar con ropas de alegres colores. No era menuda para llevar camisas y corbatas, ni era de grandes dimensiones para esconderse tras largas faldas oscuras y una piel pálida.
Era desgarbada, sólo eso. El tipo de cuerpo que uno se olvida en el autobús . El tipo de cuerpo del que una tiene que avergonzarse mientras el autobusero golpea suavemente su mejilla y se restrega los ojos.
Siempre lo había sabido. Nadie la tocaría. Nunca.
Luego estaba lo otro. Qué carácter. Apocado y amargo. Un carácter que cuadraba perfectamente con su cara escondida detrás de un pelo que siempre llevaba recogido. Y es que cuando estás solo, sólo te quedan los principios.
Había decidido hacerse una intelectual ya de adolescente. Hablar en los bares ahumados y cruzar las piernas. Fingir que no necesitaba a nadie. Leer a todos los existencialistas, después ir para atrás. Hasta se había leído las obras completas del insoportable de Schopenhauer. Y no era sencillo si tenemos en cuenta que no entendía nada, absolutamente nada. Manoseaba las palabras, y las metía aquí o allá, a toque de arbitrariedad. Porque para ella "certeza epistemológica" no significaba nada, pero no quería que nadie se diese cuenta. Jugueteaba con las frases como quien juguetea con un cuerpo. Pero ella no tocaría a nadie, jamás, y por eso colocaba las palabras según su forma y sonoridad.

2.25.2006

La goma de borrar

-Amor no es la palabra que buscaba.

Se sienta en la moqueta y te da la espalda. Tú no dices nada, sólo piensas en que quizá no fuese la palabra que buscaba, pero que es la que ha encontrado. Te acercas a la ventana y tienes ganas de contarle tu teoría sobre los tres arco iris. Pero te callas. Sabes que él está esperando a que te vayas, a que desaparezcas de una vez, y que seguro que se está imaginando una historia en la que él tiene una goma de borrar que elimina todo lo que no le gusta.

-Supongo que me borrarías a mí, ¿no?, dices, y él no dice nada, no te mira, no reacciona, y te preguntas si lo has dicho o si, como te pasa mucho últimamente, sólo lo has pensado. Y ya no sabes qué hacer, porque irte es demasiado fácil, pero quedarte es absurdo. No te das cuenta, pero mientras dibujas formas extrañas con tu dedo en la ventana, él gira un poco la cabeza y te mira durante un segundo, pero enseguida vuelve a su posición anterior.

Y cuando estás a punto de irte él estornuda, porque está sentado en la moqueta y esta semana nadie ha pasado la aspiradora, y aunque a él le gustaría ser imperturbable su alergia siempre le traiciona. Se toca la nariz y tú piensas en lo ridículo que es todo, en lo ridículo que es él y lo ridícula que eres tú, y en lo ridículo que es que nadie quiera limpiar la casa, que tú no quieras hablar y él no se quiera dar la vuelta.

Ahora te tendrías que ir, pero no lo haces, te sientas tú también en la moqueta y esperas. A que sea él quien se vaya, quien desaparezca. Y te gustaría tener una goma de borrar pero afortunadamente no la tienes, porque no serías capaz de usarla y te darías cuenta de que sin todo esto, sin la moqueta, los estornudos y el silencio, no podrías vivir.

2.20.2006

Y romperte en pedacitos

Mandíbulas abiertas de par en par. Se te ven las amígdalas, la garganta, se adivinan tus entrañas en el fondo de tu cuerpo. Y yo miro, miro y remiro por si descubro algo. ¿Dónde guardas los besos, los llantos, los antojos, las ganas de comer? La vida está en todos los rinconcitos de mi cuerpo, me explicas. Y yo me río, porque hablas como un catequista. Y te agarro la mano, porque estoy dispuesta a averiguar el lugar exacto en el que guardas todos tus secretos. Tampoco allí los encuentro. Estoy dispuesta a encontrarlos, aunque tenga que desnudarte, recorrer tu cuerpo, buscar en cada recobijo. Y si ni aún así lo logro, quizá pueda rasgarte, abrir tu cuerpo de par en par, ver que hay debajo de tu piel, rebuscar entre todos tus órganos, quererte desde dentro.

Te ríes, no me crees. Yo me pongo seria, y tú te ríes todavía más. Siempre me dices que no soy capaz de enfadarme. Es verdad, pero deberías creerme cuando te digo que pienso arañarte hasta que descubra qué hay debajo de tu cara, tus brazos, tu pelo, tus ojos. Te miro. Pienso en todo lo que podría hacer si supiera todo lo que quieres, lo que amas, lo que odias, lo que sueñas. Sería enormemente poderosa. Sonrío con malicia. Me acaricias. Te beso. Y romperte en pedacitos me parece la más sublime de las manifestaciones de amor.

1.31.2006

Formas de molestar

Río. Río cada vez más alto, río abriendo mucho los ojos. Río con los dedos, con los pies, me sacudo y me convulsiono.
Río sonoramente, penetro en todos los oídos, en todas las mentes. Río y palmoteo entusiasmada la pierna con la mano.

Parezco serenarme, pero nunca lo hago.

Primero una sonrisa, después un hípido, y, rápida, incontrolable, surge la carcajada, y la dejo escapar.

Ellos me miran. Todos han dicho alguna vez que reir alarga la vida, pero me miran. Y entonces sé que esto no está bien. Reiré hasta que me estallen las mandíbulas.

1.21.2006

El águila

Consumió los últimos minutos en tragar aire. Creía que así se sentiría menos pesado. Apretó los puños y salió de casa.
Los cinco primeros pasos fueron rápidos y nerviosos. Después se tranquilizó. Sus ojos miraban hacia arriba constantemente buscando pájaros a los que imitar. Intentó crear una estrategia. Primero movería los brazos hasta sentirse seguro y luego se dejaría llevar planeando. Tendría que ser como nadar.
Al subir la última cuesta sus pies se fueron manchando de tierra y verdín. Al llegar pudo ver el valle que se extendía a sus pies, y el río que se había propuesto como objetivo. Tragó aire una vez más por si lo había perdido por el camino.
Dio un paso pequeño para situarse justo al borde y cerró los ojos. Sus dedos se movían rápidos, como si estuviesen dando cuerda a algún artilugio. Contó hasta tres. Hasta cinco. Mejor hasta diez. Vaciló un momento.
Pensaba en qué pasaría si nada era como ella le había dicho. Si al saltar su cuerpo no quedaba suspendido en el aire, si no flotaba y se hundía sin saber nadar. Recordó el pelo tapándole los ojos mientras se lo decía. Recordó cómo se había reído después.
Y si ella había saltado, por qué no lo iba a hacer él. Y si ella había dicho que era fácil, por qué no lo iba a ser.

Una ráfaga de viento lo empujó y él se dejó caer. Y vio su pelo y sus ojos una vez más, y sintió que era cierto, que ella no le había mentido. Después se hundió en el río.

1.01.2006

Era aceite, vísceras, espejos

Sucia. Desnuda de llantos. Su cuerpo vacilaba, se descubría ante el espejo, y se miraba, tan lleno de vísceras. Entonces corría hasta la cocina, llenaba un vaso de agua y lo colocaba en el alféizar de la ventana. Si hacía sol el agua danzaba en círculos por las paredes del vaso. Una fiesta de cristales. Ella quería ser pura como la luz. Quería ser una mujer de vidrio, frágil y dura. Llenar su copa hasta el borde y soltar burbujitas de felicidad.

Aquel día, cuando volvió a su cama las sábanas continuaban revueltas. Se tumbó boca arriba y contó las motas de polvo. Se palpó el cuerpo. Continuaba desnuda. No quería sentirse así, como si hubiese entregado su cuerpo por un capricho, por amor. Lo había hecho, ella lo había hecho. Cedió. Y aquel capricho la consumió, la apagó. Gastó toda su luz en aquella ocasión. Desde entonces, cuando rozaba el cuerpo desnudo de un hombre la carne se volvía de aceite, y el aire se cargaba de palabras inútiles y falsas. De mentiras. Sabía que no era justo sentirse así. Sentir que cuando no hace sol el agua no sabe igual.

Cada aproximación era un intento por recuperar su luz. La cercanía de los cuerpos. El roce, el aliento. Siempre el aceite. Y después del aceite el reconocimiento frente al espejo. Y luego las carreras desnuda por casa, colocando grandes vasos de agua en todas las ventanas, palpándose el cuerpo, sintiéndose llena de vísceras. Hasta aquel día. Cuando abrió la puerta, derramó el líquido, y la balsa de aceite se consumió.