6.25.2006

Sus escrúpulos porque no existían


Ella con su espalda recta y sus ojos fríos. Se sentaba siempre delante y él sabía que no tenía escrúpulos. Esas cosas se notan. Cada vez que ella hacía un gesto, él sacaba su libreta y apuntaba sus impresiones. Como por ejemplo:

Día 43, 3ª hora, clase de Filosofía. Afila su lápiz y después pinta rayitas finas en su cuaderno. Cada vez presiona más la punta contra el papel. Tortura.

O

Día 58, 1ª hora, clase de Inglés. Mira fijamente el radiocassette apagado y sonríe de forma imperceptible. Mueve dos dedos sobre la mesa. Intenta hacerlo estallar.

Empezó la primera libreta el día que ella llegó al colegio, y ya había completado cuatro. A veces ella miraba hacia atrás y le sonreía. Al salir de clase siempre hablaban y ella clavaba sus ojos fríos en los de él y él temblaba de miedo. Se despedían y veía cómo se alejaba con su melena lisa y negra.

Muchos años después, ella le preguntó qué escribía siempre en aquellas libretas y él no se atrevió a contestar. Entonces ella le tocó la cara con sus dedos fríos y le preguntó por qué siempre le había tenido miedo.

Yo nunca te tuve miedo, dijo él, pero sé que no tienes escrúpulos.

Ella se rió y se fue una vez más con su melena lisa y negra, y lo dejó allí, sintiendo otra vez aquella mano fría y sin escrúpulos apretando su pecho y deshaciendo sus entrañas venita a venita.

6.12.2006

Suficiente recompensa

Suda y suda hasta volverse océano. Y así llega hasta la China.

Durante un tiempo trabaja en los campos de arroz. Le gusta contemplar las montañas. Le recuerdan vagamente a los dibujos de las paredes de los restaurantes chinos de Madrid. Esos en los que siempre hay pelos dentro de los rollitos de primavera. En China puedes pasarte la vida contemplando montañas, y a nadie le molesta.

Una mañana decide subir a una de ellas, contemplar el mundo desde arriba. Dios le ha dicho que desde la cumbre no se ve nada. Sólo el cielo. Pero a él el cielo le parece suficiente recompensa. Así que inicia su marcha, y mientras los campos de arroz se van volviendo pequeños su cuerpo comienza a sudar, y a sudar. Y nota que el océano le vuelve a arrastrar de vuelta. Pero él se aferra a la montaña. Quiere tocar el cielo. Y tanto se agarra a las rocas y a los árboles que se le rasgan la ropa y la piel. Y los ojos se le llenan de agua. Pierde los zapatos, y poco a poco va perdiendo también la consciencia. Pero cada vez está más cerca, casi lo puede rozar con la yema de los dedos. Y de repente, entre las olas del temporal, entre las ramas y las piedras que corren como un río, aparecen sus ojos. Los de ella. Enigmáticos como siempre. Callados. Mirándole con reprobación, echándole en cara que quiera tocar el cielo sin ella.

6.10.2006

Hambre de tarta

Peor que el calor, son los besos.

En invierno a veces, por probar, se deja abrazar por hombres que la desean con ojos febriles de excitación. Otras veces también intentan atrapar su mano, pero entonces sus dedos huidizos se escabullen. Porque las manos de los chicos sudan y le ofrecen a su piel una palma húmeda, pringosa.

Sus amigas, que enseguida se desabotonan la blusa, le dicen que todo eso es porque no ha amado nunca de verdad.

Ella no es de las que se enfurecen, pero mueve sus rizos de un lado a otro, tan rápido. No, no y no. El amor no es mirar a alguien como si fuera una tarta de chocolate ¿sabéis?. Medita un rato. Además yo me quiero, a mí, me quiero de verdad. Pero eso no evita que mi cuerpo sea repugnante y líquido, que mi catarro sea eterno, que mi mesilla siempre rebose de clínex con mocos. El amor no es compartir eso, no puede serlo. Tiene que ser algo más parecido a nadar en agua fría o comerte un helado. O incluso la aceleración del corazón cuando él pronuncia conceptos tan complejos como "entropía".

Sí, siempre lo supo, y aún cierra los ojos con rabia cuando sus padres se besan. Los odia por reproducir la mentira fundamental. Que el amor es saliva, es calor, es suciedad.

Y si en medio de la noche siente alguna necesidad de agarrar algo entre las piernas, prefiere coger la almohada, que por lo menos no suda.

6.08.2006

El paracetamol no sirve

Amor otra vez y todo lo que eso conlleva. Los temblores por las mañanas, el aire en el pecho y los bichos en el estómago. Que se mueven sin dejarte dormir, ni comer, ni pensar. Y el frío, ese odioso frío febril que te atrapa a cada momento y que hace que tus dientes choquen unos contra otros sin que tú puedas hacer nada. Ese frío que no curan las mantas, ni los jerséis, ni los treinta y cinco grados que hay fuera.

Y te dicen que no es amor, que no puede ser amor, que es solo gripe, que también estornudas y tienes mocos. Tú contestas que eso es por la alergia a la primavera y a la sangre y al frío. Y de verdad, dices, de verdad que me gustaría que fuese gripe, porque con la gripe todo es más fácil, dura una semana y ya está, pero conoces tu cuerpo, sí, muy bien, y sabes cuándo es gripe y cuándo es amor. Y no, claro que no lo sabes explicar.

Pero cuando te despiertas a las 5 de la mañana temblando nunca es gripe. Y es horrible pensar que ni siquiera serviría de nada levantarte a por algo de paracetamol, porque no tiene nada que ver. De día siempre tienes ojeras y tus amigos te dicen que vayas al médico, pero tú sabes que no, que el médico es como las mantas o los treinta y cinco grados o el paracetamol. Remedios para algo que tú no tienes.

Porque esta vez no es gripe. Es algo peor.

6.01.2006

El amor es una lata

Románticas es palabra de viejas. Como las lentejas. Las dos huelen a remojo. Las dos se vuelven espesas con los días. Y en los tiempos modernos que corren las dos vienen en lata y se compran en los quioscos y en los supermercados, en los cines y en las librerías. El procedimiento a seguir es muy sencillo. Se abre la lata, se calienta, y en cinco minutos tenemos unas magníficas lentejas o un poco de amor, aunque sepa un poco a plástico y los suspiros se nos queden entre los dientes.

Antes, hace mucho, mucho tiempo, cuando las madres ponían las lentejas a remojo, las parejas fabricaban manuales de romanticismo. Se escondían en los parques, se enviaban cartas, y se trataban de usted. En los bailes se miraban y con gestos se citaban para más tarde, lejos de miradas censuradoras. En esos momentos de intimidad, un hombre de gabardina que se parecía un poco a Clark Gable tomaba minuciosas notas.

Nota número 1. La fémina roza el cabello de él con los dedos de la mano derecha y desliza la izquierda por su espalda. El varón se acerca a su boca y la agarra por la cintura. Aumento de la frecuencia cardiaca.

Nota número 2. Varón y hembra soportan las bajas temperaturas de la noche y se mojan los pies en el mar. El varón comienza a salpicar a la hembra, y ésta, olvidando la temperatura polar emite una sonora carcajada. Pérdida de la noción del tiempo y de la situación climática.

A partir de ahí la empresa para la que trabaja el hombre de la gabardina escribe los manuales de amor que luego venderá a productoras y editoriales. Éstas se encargan de enlatar el romanticismo con distintas formas y sabores, con el fin de adecuarlo a los distintos públicos objetivo. El consumidor tan sólo debe elegir el suyo. Los hay sofisticados, de todo a 100, salvajes, conservadores, pasionales, ñoños, amores de suspiros ahogados, de proposiciones indecentes en la oficina, de matrimonios, de infidelidades, imposibles, comunes, extravagantes, de adolescentes?

En su punto de venta más cercano encontrará el romanticismo enlatado que usted elija listo para consumir. Es fácil y sencillo (e indoloro).

Sin embargo, hay quien prefiere aprender a cocinar lentejas y arriesgarse a que se le quemen, se le peguen al fondo o le salgan aguadas. Esos extraños amantes de las cosas viejas afirman que de esta forma siempre saben distintas, y los suspiros no se quedan entre los dientes, sino que pasan de boca a boca y de cuerpo a cuerpo. Pero recientes investigaciones desaconsejan esta práctica por peligrosa y denuncia a los nostálgicos por intentar sabotear las actividades económicas de los fabricantes de amor.