4.28.2007

Sum, ergo..

Existir es lo mejor que nos puede pasar, nos dijo justo antes de subirse al tren, sin poder creer que nosotros, precisamente nosotros, no fuéramos capaces de entenderlo. Ahí se rompió todo, él desapareció para siempre y lo fuimos olvidando poco a poco, dejamos de intentar comprender dónde estaba el optimismo en aquella frase que nos había dicho con los ojos brillantes de entusiasmo y que nosotros habíamos tomado como una incitación a la conformidad y al aburrimiento. Envió un par de postales desde lugares cada vez más lejanos en las que preguntaba si ya lo habíamos entendido, y después las únicas noticias que tuvimos provenían de gente que se lo había encontrado por casualidad en los rincones más extraños del mundo.

Creo que la primera en comprender fue la chica pelirroja que nos dijo que lo había visto en Vilna luchando por la independencia de un barrio en el que te pedían pasaporte para entrar. Cada vez que nos hablaban de él, nosotros nos entristecíamos pensando que nunca podría ser feliz, lo imaginábamos perdido en trenes cruzando fronteras de forma enfermiza. Pero la chica pelirroja abrió mucho los ojos y exclamó que no podíamos hablar en serio, y cuando le preguntamos si entonces le había visto feliz se rió, se rió ampliamente y con un poso de desprecio y pena dijo que ahora sabía por qué se había tenido que ir. Unos días después nos encontramos de nuevo con ella en la estación, en la misma estación donde años antes se había roto todo, y accedió a explicárnoslo.

Y realmente parecía tan obvio, tan fácil de comprender, que era difícil no desear volver atrás en el tiempo para poder sonreírle y darle la palmadita en la espalda que habría ayudado a mantener el contacto. ¿Cómo no ser feliz si lo mejor que nos puede pasar es algo constante? Era realmente increíble que nosotros, precisamente nosotros, no hubiésemos sido capaces de entenderlo.

4.09.2007

Mi ciudad invisible

Bueno, si tengo que elegir… elijo vivir en una ciudad de balcones, callejuelas y azoteas. Sabes, siempre me han encantado las ciudades del sur, en las que las casas se conectan unas con otras a través de puertezuelas, y las ventanas son indiscretas y se puede saltar de una terraza a otra. Y por las noches, sillas fuera, conversaciones al fresco. Y las estrellas. Y por el día, blanco resplandeciente en el exterior, y siesta de persianas bajadas en el interior.

Si pudiera elegir, también me gustaría un niño de enormes ojos y piel tostada. No sé, hoy me he levantado mediterránea. Y si miro al Atlántico… oh, qué frío. Pero quien sabe, quizá mañana se me de por hacerme polar, y desear intensos ojos azules, noches eternas, montañas nevadas, y una taza de té bajo una manta de piel de oso.

¿Y por qué no tenerlo todo? Una ciudad inventada, como las de Italo Calvino, una ciudad invisible que cambie cuando a uno se le antoje. Y los barrios sean totalmente distintos el uno del otro: aquí paisaje tirolés, allá ropa tendida al sol, y más allá el Patio de los Leones, y un desierto de naranjos, y una plantación de cacao, y bacalaos a secar. Entonces, en un mundo así, todo sería cambiante. También las profesiones, y si uno quiere, los gustos y las aficiones. Hoy deseo ser una escritora solitaria y vivir en una casa-barco en medio de un canal. En mis tiempo libres haré punto de cruz, mientras medito sobre las respuestas a los principales enigmas del universo. Sin embargo, quizá mañana me decida por la pintura, y me acerque hasta la plaza mayor con el fin de representar el inevitable paso del tiempo, y tomarme un clara de limón. Tengo la sensación de que en mi ciudad, a pesar de poder elegir, todo el mundo se dedicaría al arte. En un mundo que lo tiene todo, todo es representable. En un mundo que podría tenerlo todo, todo es imaginable. Mi ciudad invisible lo es todo y a la vez todo podría serlo. O un día, si cualquiera lo desea, dejar de existir.