11.15.2008

Un terrible error

“Doble ciego” continuas diciendo, con la cara entre las manos; “un terrible error” gimoteas, como el científico loco que siempre has querido ser tras descubrir que una de las ranas era en realidad un sapo. “No podré vivir con esto, no podré”. El problema es que a pesar de tu inestabilidad, de tu propensión a la incomprensión, nunca serás un genio. Simplemente un policía corriente y moliente, un vulgar comisario que presiona demasiado a los testigos cuando les enseña la foto del sospechoso.

A mí me aburre sobremanera escuchar cada día los mismos suspiros pero finjo como puedo. Te abrazo en la cama, acaricio tu cuerpo tembloroso y te digo que no es el fin del mundo, que cada día mueren millones de personas, que hay animales a los que incluso matan sin ningún tipo de consideración sólo para jugar.

Tú me miras como si fuera YO la que estuviera loca. “Ese es tu problema” me dices, “incapaz de sentir algo por las personas crees que encariñarte con los animales te convierte en humana”.

Yo contraataco rápidamente y te explico que tú, incapaz de una relación sincera, eliges a los extranjeros, a aquellos que por motivos lingüísticos, nunca podrán acceder a ti. Tú acusas el golpe, recordando, imagino, a tu adorada búlgara, tu primer amor, tu único amor, tu verdadero amor, micro-relación acabada abruptamente cuando Bulgaria entró en la Unión Europea por razones que nunca has querido precisar, y que se relacionan con el hecho de que tú no eras ni su primer, ni su único, ni su verdadero amor.

Tu adorada búlgara, tan bonita y tan dulce, y con un nivel de inglés tan deficiente como el que por entonces era el tuyo. Tu amada búlgara que podía ser todo lo que tú quisieses, todo lo que tú inventases. Tu bella búlgara, que a pesar de no entender nada de lo que decías, o quizá justo por eso, sabía mantenerte atado a este mundo justo tal y como yo no sé. Yo sólo puedo revolotear, un cuervo alrededor de otro cuervo, picoteando tus ojos aquí y allí, pero hasta encarnizarme lo hago sin demasiada convicción.

Salpicamos de sangre las ventanas, pero ni siquiera así conseguimos caer al suelo.

10.25.2008

Compraría siempre el doble

Nueces que el doctor nos prohibió hace ya unos años y que de alguna forma nos unieron para siempre. "¿Cómo vivir sin nueces?" -me pregunté al salir del hospital. Me senté en la parada del autobús y entonces saliste tú con la misma mirada compungida. "Nueces también, ¿verdad?", te pregunté.

Tantos años confiando en ellas. Las nueces son buenas para el corazón e incluso para la inteligencia. Unas cuantas nueces a la semana y todo iría mejor. Y sin embargo las erupciones cutáneas continuaron hasta que un día no pudimos respirar y acabamos un mes ingresados. Estábamos en habitaciones contiguas, pero no supimos que nuestro problema era el mismo hasta que nos dejaron salir. Éramos alérgicos a las nueces y no había mucho que hacer.

Aquel día en la parada del autobús decidimos superar nuestra adicción juntos. Ninguno de los dos quería morir, y sabíamos que era posible, unas nueces más y acabaríamos como aquellos casos suecos que el doctor nos hizo conocer enseñándonos informes médicos y certificados de defunción. “Esto es serio, ¿sabes?”.

Ahora te veo sentado en la cama temblando de fiebre y no sé qué hacer. Son los mismos síntomas, pero me juras que no has tomado ni una sola nuez desde entonces. Llamo a la ambulancia y te examinan una y otra y otra vez. “¿No ha tomado nueces?”, pregunta el doctor extrañado.

Tres semanas después, el doctor me coge de la mano y me lo explica todo. "Es posible, es posible que no fuesen las nueces. Le haremos pruebas a usted también, posiblemente pueda volver a tomarlas".

Para ti ya es tarde, pero todos los días compro dos raciones de nueces en tu honor. Si supiera lo que te mató, también compraría el doble.

9.30.2008

Sabor añejo

Caramelo para viejos. Sabe a mentolado, a alcanfor y a pan con vino. A veces lo escondo el bolsillo, porque a ella no le gusta -dice que se me sube el azúcar-, pero cuando se gira… Ummm, ese sabor. Cuando lo chupas bien el caramelo para viejos sabe a tiza, a bicicletas en verano, y a bailes en la verbena.

Ella dice que lo olvide, que por mucho que la tecnología haya avanzado y ahora la juventud se mastique con nostalgia, siempre seré un viejo. Pero yo no me resigno, y a veces como uno detrás de otro hasta empachar. Y entonces los días en la escuela se mezclan con mis primeros amores, y soy un niño arrugado que escribe la “p” como una “q”.

Pero me gusta el riesgo, porque hay un punto, entre el tercer y el cuarto caramelo, en el que llego al momento justo. Aquella tarde en el lago, cuando sellamos nuestro pacto de amistad, aquella carta de letras retorcidas, los rizos de Anna, el sol de medianoche.

Es curioso como nos obsesionan los recuerdos. Y no lo entiendo, porque saben a guardado. Ni siquiera nuestros ilustres científicos han conseguido que sepan a fresa, a limón o a helado de nata con nueces.

8.20.2008

El oso de peluche está escondido

Antojo de algo prohibido (cómo no), volver a ese momento (delicioso) en el que el Demonio tienta mis siete años de impresionable colegiala. Ver el envoltorio en el suelo, machacado, recogerlo sin que nadie se de cuenta, abrirlo despacito, meter el caramelo espachurrado en mi boca, sentir todo ese sabor estrambótico apoderándose de mí. Antojo de aquel caramelo, de aquel y de ninguno más. Antojo de volver al principio, a los errores originales, desandar paso a paso el camino que me ha llevado hasta demasiado lejos.

He recorrido mundo. Simulo reírme con vosotros, estancados, petrificados, mientras pienso en otros asuntos, siempre más importantes. Trato de explicaros que no quiero, que no puedo volver a casa. El universo es vasto y debo explorarlo todo. No espero que me entendáis.

Después, de noche, sueño con colarme en aquella casa. Meterme bajo la cama, abrir la caja, soplar el polvo, sacar el oso de peluche, y abrazarlo para siempre. No necesito más. Soy la misma niña que se asegura bien, mirando de reojo, de que nadie le vea tragarse el caramelo.

7.25.2008

Jeg reiser alene

Dedos como los suyos podrían envolver a la Tierra y hacerla girar a su antojo. Kjell se mira las manos antes de posarlas sobre las teclas del piano. La luz de la tarde las hace aún más bonitas, tan blancas y estilizadas. Segundos después, sus dedos de pianista hacen que los martillos golpeen las cuerdas y suena una hermosa melodía.

Kjell tiene una obsesión con sus manos. Le gusta observarlas igual que observa a la gente que todos los días pasa por su pensión. La gente viene y se va, pero sus dedos siempre continúan pegados a sus manos y eso lo tranquiliza. Kjell recibe a todas esas personas venidas de distintos rincones del mundo y se siente enormemente frustrado cuando le devuelven las llaves de la habitación y se marchan. Tanta gente de la que nunca sabrá nada. A sus dedos los conoce bien, sus dedos nunca lo abandonan.

A veces Kjell le echa la culpa a la lluvia. Es fácil cuando vives en un rincón del mundo en el que cae agua del cielo 270 días al año. Kjell cree que si no lloviese, sus huéspedes no se marcharían y que podría tocar el piano para ellos durante meses. Y café tras café, llegaría a lo más profundo de cada uno de ellos y se obsesionaría con sus historias y no con sus dedos. A veces a última hora de la tarde se ve un poquito de cielo azul.

Kjell sale de la pensión y no llueve. Pasea por el puerto y decide, bajo la estatua de Håkon VII, acabar con su obsesión. Esa noche recoge sus cosas y se sube a un barco en el que le dejan tocar el piano. Le han dicho que va a llegar a un lugar parecido a Escocia.

El cielo está gris cuando desembarca. Paga por una cama en una pensión y nota que la chica de recepción se mira las manos. Kjell envuelve con sus dedos el globo terráqueo que lleva en su bolsillo y lo hace girar a su antojo.

7.06.2008

cálido reposo

Sepulcro, tierno sepulcro. Entre tus piedras me gusta reposar, respirar tu húmedo aliento, sentir tu frío roce. Se está tan bien, aquí dentro, disfrutando de tu calmo reposo…

Tú que nada me exiges, tú, mi querido sepulcro, que me acoges entre tus paredes, me dejas anidar en tu pétreo lecho, sin pedir nada a cambio. De haberlo sabido, si tan siquiera hubiese imaginado tu cálido recibimiento, hubiese venido a tu encuentro mucho antes.

Hoy ha venido a traerme flores, azules. No sabría decirte de qué tipo porque yo no entiendo de botánica. Pero me han gustado. Creo que nos harán buena compañía. Y me ha hablado. Ha carraspeado, se ha arrodillado junto a mí, junto a ti, junto a nosotros, y me ha dicho. Te traigo unas flores, espero que te gusten. Y no ha sido capaz de decir nada más. Supongo que no es fácil hablar a un muerto.

No te preocupes, no estoy triste. No creas que me encuentro sola. Te tengo a ti, tengo este silencio, esta tranquilidad, este reposo. Y tengo mis recuerdos y mis sueños, tejiendo su tela de araña entre mis dedos.

4.08.2008

Más definitivo que el amor

Acabado como la segunda, la tercera, o la cuarta vez que dejaste de fumar “para siempre”. Sí, me gustaría que fuese uno de esos finales de mentirijillas, de herida con salsa de tomate, una de esas cosas que se sueltan para que la gente te deje tranquila, para no tener que escuchar una y otra vez que te estás matando, que no sabes lo que haces, que no sabes lo que quieres, que eres tan débil. Acabado como en segundo de primaria cuando el farolillo de papel que tenía que repetir una y otra vez. Puedes hacerlo mejor, me decía la profesora, si no te esfuerzas te quedarás sin recreo. Pero yo no quería esforzarme por una estúpida manualidad y cada cinco minutos iba a junto de ella y le mostraba la obra maestra: un papel lleno de tijeretazos que ni siquiera podía mantenerse erguido si yo no sujetaba (intentando que no fuera del todo evidente) los distintos barrotes inconsistentes entre los dedos. Acabado como cuando juré que no volvería a casa sola tan tarde, que pasaba demasiado miedo, que no merecía la pena. O como cuando discutí con una amiga y decidí no verla más, castigarla con mi indiferencia, no cogerle el teléfono si no hacía un vía crucis de rodillas hasta la puerta de mi casa.

Acabado como se acaban las cosas que no deben acabar, que fueron hechas para ser circulares, in crescendos eternos que culminan en una desintegración que no precede más que a la reunificación de las partículas. Acabado como las venganzas en las películas, como las historias de amor en los poemas petrarquistas: me quemo por dentro, amor, la única que puede apaciguar mi dolor es la que aviva el fuego. Oh, ángel mío, la muerte es dulce en comparación con esta enfermedad que me consume, quítame de una vez la vida. Pero los problemas tampoco terminaban ahí, todos sabíamos (nos lo habían cantado en otro soneto) que la muerte no era más que una ilusión, que el fuego y el infierno son eternos.

Este debía ser uno de esos finales, uno de los nuestros también. Uno de esos finales de gritos, lágrimas, portazos y un silencio sólo roto por los vítores de la pronta reconciliación.

Podría haber sido uno de esos finales, ¿por qué no? Pero mientras me lavaba las manos en la pila de la cocina, mientras dejaba que el agua arrastrase tanto asco, tanta sangre ajena, me dí cuenta de que no se oía nada.

Tras tanta agitación, silencio de sepulcro.

3.31.2008

Los que nos salvarán

Luces que parpadean es todo lo que recuerdo de aquella primera noche en el río. El día había sido corto, como todos los días de invierno, y había pasado la tarde acurrucada en el sofá. Fue entonces cuando sonó el teléfono y tuve que salir corriendo dejándolo todo atrás. Mi casa, mi vida. El puente y una voz llamándome desde la orilla. “Ada…aquí…”. Miré hacia el río y vi aquellas luces centelleantes. Después, vacío.

Llovió toda la mañana siguiente mientras yo tiritaba tumbada en la tierra y mi corazón latía nervioso. “Escondámonos, Ada”, y agarré la mano que se tendió ante mis ojos. Estaba fría y un poco falta de color, es lo que recuerdo que pensé de aquella mano de dedos largos que me guiaba firme hacia la vieja nave industrial.

Tenías el pelo negro y sucio de polución cuando te quité la capucha, y me mirabas con ojos asustados. “Oh, Ada, ¿qué haremos ahora? ¿Qué haremos ahora que el río es tan gris?”. En un primer momento no lo entendí y lo único que hice fue escuchar el sonido metálico del agua contra el techo. Tuvieron que pasar unos minutos hasta que me diera cuenta de tus ojos tan iguales a los míos, tan rojos y tristes, y con aquel brillo sobrenatural, eléctrico, centelleante. Como las luces en el río.

“Ahora…”, dije. ¿Qué podíamos hacer? ¿Qué podíamos hacer con un río putrefacto lleno de peces muertos y líquenes marchitos? Y noté que empezaba a llorar despacio y tus dedos de vampiro –fríos, blancos, sin vida –acariciaban mi cara temblorosos. Te volviste a poner la capucha y miraste alrededor. “¿Ves esta nave, este lugar tan sucio? Viviremos aquí y todo brillará hasta que nosotros nos apaguemos. Iremos todas las noches hasta el río y le daremos un poco de nuestra sangre verde y volverá a estar vivo”.

Creí que me despertaría justo ahí, en el momento en el que minutos más tarde nos sumergíamos en el agua podrida y con una cuchilla oxidada nos hacíamos cortes en las palmas de las manos. “Oh, Ada, estamos salvando el planeta”, dijiste cuando llegamos de nuevo a la nave. Sonreíste por primera vez y supe que hacía demasiado frío como para estar soñando.

Ilja, mi pequeño y gélido y pálido Ilja. He visto una flor y estoy cansada.

Durmamos, Ada. Ya hemos acabado.

3.25.2008

Y sonará una llave

Historias que comienzan en un salón cualquiera, en una ciudad un tanto gris y opaca. En bata azul hospital, con un libro en las manos, y la banda sonora de un película triste pero esperanzadora llenando la habitación y meciéndonos en una melancolía de esas que no amargan porque sabemos que son de mentira.

Los sonidos de lo cotidiano nos hacen sentirnos bien. El ruido de la cafetera, cuando la llave atraviesa la cerradura y las luces se encienden y… (oh, es él!), o…(oh, es ella!).

No hay nada mejor que eso. Nada que supere acurrucarse bajo las mantas, enredarse un poco y suspirar. Parece que todo lo que se encuentra fuera de nuestro dominio nocturno da un poco igual. Y qué importa si mañana hay que ir a trabajar, y será otro día aburrido, o peor, otro día estresante que parece no tener fin. Nos dejará exhaustos, infelices, con la sensación de haberlo hecho todo mal y con un oscuro futuro por delante que se nos antoja eterno. Siempre ligados a esa mesa, siempre ligados a esa silla, y a ese ordenador feo que encima usa Windows.

Con lo bien que se está en casa, con la calefacción puesta, nuestra música preferida, el dulce tacto de nuestro Mac (y como dijo aquella vez Milkdoor, oh, Macintosh, mon amour!), y tener la sensación de que en cualquier minuto, en cualquier instante, sonará una llave en la cerradura y se encenderán las luces.

3.24.2008

Eurolines 3

Historia de una chica que coge el autobús sin saber el destino, pienso en algo así, pero mientras, traqueteo en un trayecto cuyo destino conozco perfectamente. No hay demasiado espacio para la sorpresa. Lo más reseñable de aquí ¿qué es? ¿Esta sucia chica de delante con los calcetines rotos al aire?
No esperaba esto, la verdad. Tener que mentir para que parezca que soy capaz de ir más allá de todas mis historias tan tontas. Mis viajes predecibles, mis amantes atractivos, mis reflexiones edulcoradas, mis proyectos minúsculos y aún así nunca realizados. Y la chica de delante que se recuesta y ya apenas puedo respirar.
Tenía esperanzas, esta vez, otra vez. Creía que yendo sola a una ciudad tan literaria las aventuras se sucederían. ¿Qué es lo que falla? Yo siempre estoy abierta a lo emocionante. Camino por la calle con los ojos bien abiertos. Sonrío a los vagabundos. Entro en todos esos sitios que parecen fascinantes y nunca lo son. Apenas puedo respirar y seguro que es el tipo de persona que se tumbará en el suelo, entre los asientos, si no encuentra su postura.
Tengo que llegar a alguna conclusión. Una transformación. No puedo seguir inventándolo todo. No puedo decirles... Cómo se recueste más la mato. Estoy harta de tanto egoísmo y sobretodo, de tanta zafiedad.



Cómo se incomoda. Lo noto en su respiración, cada vez más agitada. Se revuelve. No sabe si decirme algo. Al fin y al cabo me estoy pasando. Invadiendo su espacio. Empuja suavemente el asiento, como si fuera a darme por enterada. No sabe. No sabe que nosotros, los que nos recostamos, los que escupimos en los andenes, los que empujamos al salir del metro, los que mezclamos impunemente materiales en los contenedores para reciclaje, los que recibimos miradas de reprobación pero pocas veces palabras, somos libres. Orgullosas motas de polvo en los ojos de sus historias.

Eurolines II

Vida fue siempre una palabra grande, de esas cuya semántica te marea porque no ves sus bordes.


Federico sube al autobús algo nervioso e incómodo. Después de tantos años aún le cuesta entender el lituano y es incapaz de comprender a ese puñado de personas que son como el sur en el norte. Vilna y sus alrededores y estos últimos años serían lo más extraño en la vida de Federico, si no fuese porque el pasado de Federico es difícil de superar en grandeza.

Se sienta y piensa en que alguien podría contar su historia. Alguien que supiese escribir, alguien que pudiese llegar al fondo. Los detalles que se nos escapan a todos, como la emoción escondida tras la exclamación "¡sesenta y tres!" al entrar en Letonia.

Por eso Federico habla mucho de su vida. Roma y la física. La juventud inestable e incierta que toma rumbo gracias a un recorte de periódico. Karl von Frisch y las abejas. Lo cuenta una y otra vez y no es fácil. No es fácil hablar de una obsesión que le ha llevado tan lejos y le ha arrebatado tantas cosas. Las abejas o yo, dijo Ciara hace tantos años. Su respuesta es aún sorprendente.

Y tras años y vueltas al mundo danzando como las abejas pero sin rumbo, abandona su obsesión y aterriza en Vilna mareado y sin reina ni comunicación. El pequeño Guido está en Italia con Ciara y de vez en cuando vuelve de visita.

Acaricia su libretita y tacha un día más. Un día importante, hemos tocado el país sesenta y tres. Y queda un día menos para su jubilación.

Yo tengo un sueño, le dice a la chica que está sentada a su lado. Me jubilaré y tendré una colmena o dos. Y todo volverá a ser como antes.

Ella mira con interés. Quizá sea quien algún día escriba su historia.