3.31.2008

Los que nos salvarán

Luces que parpadean es todo lo que recuerdo de aquella primera noche en el río. El día había sido corto, como todos los días de invierno, y había pasado la tarde acurrucada en el sofá. Fue entonces cuando sonó el teléfono y tuve que salir corriendo dejándolo todo atrás. Mi casa, mi vida. El puente y una voz llamándome desde la orilla. “Ada…aquí…”. Miré hacia el río y vi aquellas luces centelleantes. Después, vacío.

Llovió toda la mañana siguiente mientras yo tiritaba tumbada en la tierra y mi corazón latía nervioso. “Escondámonos, Ada”, y agarré la mano que se tendió ante mis ojos. Estaba fría y un poco falta de color, es lo que recuerdo que pensé de aquella mano de dedos largos que me guiaba firme hacia la vieja nave industrial.

Tenías el pelo negro y sucio de polución cuando te quité la capucha, y me mirabas con ojos asustados. “Oh, Ada, ¿qué haremos ahora? ¿Qué haremos ahora que el río es tan gris?”. En un primer momento no lo entendí y lo único que hice fue escuchar el sonido metálico del agua contra el techo. Tuvieron que pasar unos minutos hasta que me diera cuenta de tus ojos tan iguales a los míos, tan rojos y tristes, y con aquel brillo sobrenatural, eléctrico, centelleante. Como las luces en el río.

“Ahora…”, dije. ¿Qué podíamos hacer? ¿Qué podíamos hacer con un río putrefacto lleno de peces muertos y líquenes marchitos? Y noté que empezaba a llorar despacio y tus dedos de vampiro –fríos, blancos, sin vida –acariciaban mi cara temblorosos. Te volviste a poner la capucha y miraste alrededor. “¿Ves esta nave, este lugar tan sucio? Viviremos aquí y todo brillará hasta que nosotros nos apaguemos. Iremos todas las noches hasta el río y le daremos un poco de nuestra sangre verde y volverá a estar vivo”.

Creí que me despertaría justo ahí, en el momento en el que minutos más tarde nos sumergíamos en el agua podrida y con una cuchilla oxidada nos hacíamos cortes en las palmas de las manos. “Oh, Ada, estamos salvando el planeta”, dijiste cuando llegamos de nuevo a la nave. Sonreíste por primera vez y supe que hacía demasiado frío como para estar soñando.

Ilja, mi pequeño y gélido y pálido Ilja. He visto una flor y estoy cansada.

Durmamos, Ada. Ya hemos acabado.

3.25.2008

Y sonará una llave

Historias que comienzan en un salón cualquiera, en una ciudad un tanto gris y opaca. En bata azul hospital, con un libro en las manos, y la banda sonora de un película triste pero esperanzadora llenando la habitación y meciéndonos en una melancolía de esas que no amargan porque sabemos que son de mentira.

Los sonidos de lo cotidiano nos hacen sentirnos bien. El ruido de la cafetera, cuando la llave atraviesa la cerradura y las luces se encienden y… (oh, es él!), o…(oh, es ella!).

No hay nada mejor que eso. Nada que supere acurrucarse bajo las mantas, enredarse un poco y suspirar. Parece que todo lo que se encuentra fuera de nuestro dominio nocturno da un poco igual. Y qué importa si mañana hay que ir a trabajar, y será otro día aburrido, o peor, otro día estresante que parece no tener fin. Nos dejará exhaustos, infelices, con la sensación de haberlo hecho todo mal y con un oscuro futuro por delante que se nos antoja eterno. Siempre ligados a esa mesa, siempre ligados a esa silla, y a ese ordenador feo que encima usa Windows.

Con lo bien que se está en casa, con la calefacción puesta, nuestra música preferida, el dulce tacto de nuestro Mac (y como dijo aquella vez Milkdoor, oh, Macintosh, mon amour!), y tener la sensación de que en cualquier minuto, en cualquier instante, sonará una llave en la cerradura y se encenderán las luces.

3.24.2008

Eurolines 3

Historia de una chica que coge el autobús sin saber el destino, pienso en algo así, pero mientras, traqueteo en un trayecto cuyo destino conozco perfectamente. No hay demasiado espacio para la sorpresa. Lo más reseñable de aquí ¿qué es? ¿Esta sucia chica de delante con los calcetines rotos al aire?
No esperaba esto, la verdad. Tener que mentir para que parezca que soy capaz de ir más allá de todas mis historias tan tontas. Mis viajes predecibles, mis amantes atractivos, mis reflexiones edulcoradas, mis proyectos minúsculos y aún así nunca realizados. Y la chica de delante que se recuesta y ya apenas puedo respirar.
Tenía esperanzas, esta vez, otra vez. Creía que yendo sola a una ciudad tan literaria las aventuras se sucederían. ¿Qué es lo que falla? Yo siempre estoy abierta a lo emocionante. Camino por la calle con los ojos bien abiertos. Sonrío a los vagabundos. Entro en todos esos sitios que parecen fascinantes y nunca lo son. Apenas puedo respirar y seguro que es el tipo de persona que se tumbará en el suelo, entre los asientos, si no encuentra su postura.
Tengo que llegar a alguna conclusión. Una transformación. No puedo seguir inventándolo todo. No puedo decirles... Cómo se recueste más la mato. Estoy harta de tanto egoísmo y sobretodo, de tanta zafiedad.



Cómo se incomoda. Lo noto en su respiración, cada vez más agitada. Se revuelve. No sabe si decirme algo. Al fin y al cabo me estoy pasando. Invadiendo su espacio. Empuja suavemente el asiento, como si fuera a darme por enterada. No sabe. No sabe que nosotros, los que nos recostamos, los que escupimos en los andenes, los que empujamos al salir del metro, los que mezclamos impunemente materiales en los contenedores para reciclaje, los que recibimos miradas de reprobación pero pocas veces palabras, somos libres. Orgullosas motas de polvo en los ojos de sus historias.

Eurolines II

Vida fue siempre una palabra grande, de esas cuya semántica te marea porque no ves sus bordes.


Federico sube al autobús algo nervioso e incómodo. Después de tantos años aún le cuesta entender el lituano y es incapaz de comprender a ese puñado de personas que son como el sur en el norte. Vilna y sus alrededores y estos últimos años serían lo más extraño en la vida de Federico, si no fuese porque el pasado de Federico es difícil de superar en grandeza.

Se sienta y piensa en que alguien podría contar su historia. Alguien que supiese escribir, alguien que pudiese llegar al fondo. Los detalles que se nos escapan a todos, como la emoción escondida tras la exclamación "¡sesenta y tres!" al entrar en Letonia.

Por eso Federico habla mucho de su vida. Roma y la física. La juventud inestable e incierta que toma rumbo gracias a un recorte de periódico. Karl von Frisch y las abejas. Lo cuenta una y otra vez y no es fácil. No es fácil hablar de una obsesión que le ha llevado tan lejos y le ha arrebatado tantas cosas. Las abejas o yo, dijo Ciara hace tantos años. Su respuesta es aún sorprendente.

Y tras años y vueltas al mundo danzando como las abejas pero sin rumbo, abandona su obsesión y aterriza en Vilna mareado y sin reina ni comunicación. El pequeño Guido está en Italia con Ciara y de vez en cuando vuelve de visita.

Acaricia su libretita y tacha un día más. Un día importante, hemos tocado el país sesenta y tres. Y queda un día menos para su jubilación.

Yo tengo un sueño, le dice a la chica que está sentada a su lado. Me jubilaré y tendré una colmena o dos. Y todo volverá a ser como antes.

Ella mira con interés. Quizá sea quien algún día escriba su historia.