2.17.2010

No tan suculentos números

3…,4,5,6,7,8…10!

Cuando era pequeña siempre me comía algún número. Lo guardaba en el bolsillo del mandilón, y a la hora del recreo me escondía en alguna esquina, lo sacaba con cuidado, lo examinaba, lo olisqueaba, y acto seguido, mordía una esquinita, hasta terminar por engullirlo todo.

En realidad, su sabor no me gustaba mucho; todos los números tenían un regusto a goma de borrar y a lágrimas de cocodrilo. Pero sentía curiosidad. Después de haber probado el 3 se me antojó el 9, y al día siguiente el 7.

Así era mi infancia, para desesperación de mi profesora, que no podía entender cómo siendo capaz de recitar el abecedario sin siquiera dudarlo, era tan descuidada con las Matemáticas.

La pobre no podía entender que las letras ya las había probado varias veces en la sopa, ¡y cuánto me gustaban!, ¡no dejaba ni la “Z” en el plato!

Así que mi infancia transcurrió de esta manera, un tanto desequilibrada. Mi madre llegó a preocuparse, ya que algunas cifras se me indigestaban, y después de comer bostezaba rabos de cincos, o se me quedaba la pata de un 4 entre los dientes.

Afortunadamente, mi curiosidad gustativa cesó al llegar a la treintena. A pesar de que esa forma redondeada me atraía sobremanera, mi estómago se alegró de no haber tenido que comerse el infinito.