2.24.2007

Un suicidio ejemplar

Muere y nada. No sucede nada. Al menos, se dijo, por lo menos, una breve reseña en los periódicos. Pero nada, ni una columnita de última hora, ni siquiera un mísero breve. No sabía, pobre iluso, que el código deontológico de los periodistas lo prohíbe. De los suicidios no se habla. Por respeto, y por no incitar a más suicidas. Pero el suicidio no llama al suicidio, se diría, es el amor, el amor desdichado, el amor no correspondido, el que produce tanta sangre. Cómo evitar las metáforas, cómo evitar referirse a los corazones partidos, al sin ti yo muero, si están en todos los libros, en todas las canciones, en todas las películas. Si hasta los trovadores sufrían las altanerías de las mujeres casadas a las que amaban. Y suspiraban bajo su balcón, y clamaban a la muerte. Porque hasta la despiadada muerte es más dulce que un amor frustrado.

Pero la angustia siempre lo había acompañado. Siempre fue depresivo, desde que era pequeño y soñaba con ser poeta, o declamador, o artista. La inspiración sólo llega a través del sufrimiento. Así que se encerraba en su habitación. Leía. Lloraba. Se miraba al espejo con incorruptible seriedad. Jamán tomaba el sol, y no dormía para mantener sus ojeras. Por supuesto, jamás jugaba con otros niños. Su juego era la tristeza. Su vida era como un teatrillo en el que continuamente se representaba un drama del que el era protagonista. Y en eso consistía todo. Si había pescado para comer se llevaba las manos a la cabeza con grave gesto, y demandaba a los dioses una respuesta por tan sufrida existencia. Si los Reyes Magos no le traían el libro que quería lloraba por tan fatal destino. El más minúsculo contratiempo constituía un auténtico drama.

Así que imaginad a este trágico niño convertido en adulto. En un adulto enamorado y jamás correspondido. En un adulto ojeroso y sombrío que pasa las noches en vela llorando de desdicha. Sólo este mustio y pálido personaje podría enamorase de ella. La artista que pintaba desnudos. Y que importaba que su arte fuera absurdo y de mal gusto. No importaba porque en sus cuadros todos sonreían. Al igual que ella. Sociable, alegre, elegante, atractiva. La eligió porque le proporcionaría sufrimiento. Era imposible que ella, esa fuente de vida, se enamorara de él, un frustrado poeta que, de tanto aspirar a artista acabó trabajando de vigilante de un museo.

Decidió que el suicidio era la única opción. El acto sublime que lo encumbraría. Todos los artistas se hacen famosos tras una muerte prematura y trágica. Sólo olvidó una cosa: tan concentrado estaba en sufrir para alcanzar la inspiración que jamás llegó a crear nada. Ni siquiera una obra tan horrorosa como la de su amada, la pintora de grotescos desnudos.