7.27.2006

Trampolines y besos

Una, dos y tres. Pensaba que podría hacerlo como cuando me tiraba al agua desde aquella roca tan alta, en la playa que había frente a la casa de mis tíos. Coger impulso, correr, una, dos, tres y ya, notar nada bajo los pies, hacerse irremediable el salto. Pensaba que podría hacerlo, y me repetía uno, dos, tres o incluso la cuenta atrás, tres, dos, uno y... y entonces cerraba los ojos muy fuerte, echaba el cuerpo hacia delante y dejaba que los brazos me aleteasen en el vacío hasta caer sobre él y chocar con su boca. Pero un par de milímetros antes, irremediablemente, el freno en seco, no puedo no puedo no puedo no puedo y allí me quedaba, a punto de rozar su nariz, sabiéndome ridícula y con la descarada piel de gallina. Él lo notaba supongo, pero no hacía nada, salvo preguntarme ¿tienes frío? así, sólo por humillarme. Él, tan consciente, tan estable, tan sabiéndose con el control. Yo enfrente, con cara de tonta, frotándome los brazos, intentando que no se notase el temblequeo.

Quedábamos todos los días, me hablaba de cuando era pequeño, de cuando fuera mayor, de su familia, de sus amigos, de lo mucho que me quería, pero ni un sólo beso. A veces al acompañarme a casa me abrazaba muy fuerte y lo sentía moviéndose contra mí, colocando su cara frente a la mía, y yo me decía, después de esto tiene que llegar el amor, o al menos algo que se le parezca. Él se separaba, decía: te llamo mañana y se iba, tan tranquilo. Yo me quedaba diez minutos más en el portal, con el corazón a punto de estallar, hasta que sentía unas ganas incontrolables de vomitar que me subían desde las tripas, porque tanta tensión no podía ser buena. Subía a mi casa y me tiraba en la cama. Inventaba teorías y sacaba conclusiones. Pero no entendía por qué por qué por qué no era la mujer de su vida.

Tres años así es demasiado para cualquier persona. Los días de mucho calor me llevaba a comer con sus abuelos y después llenábamos la bañera de agua. Me sacaba la camiseta, me sacaba el pantalón. Yo esperaba, ansiosa. O iniciaba la cuenta atrás, tres, dos, uno mejor que me rechace que morirme de ganas. Pero no era capaz, ya sé, la culpa es mía. Me quedaba con él abrazándome e intentando no llorar. A veces iba a tomar algo con otros chicos que sí me besaban en el portal. Él gimoteaba como un condenado y pataleaba y me decía que no pensaba que yo pudiera ser así. Yo le calmaba, le decía que él ya sabía que yo le iba a querer siempre, y a punto estaba de decirle que porque no un beso, o muchos, o todos, pero le veía tan feliz, tan completo, que me sentía mal, insaciable.

De todas formas un día tomé una determinación. Le senté enfrente de mí, le cogí las manos y anuncié: voy a desenamorarme de ti.

Y no era una amenaza, ni un haz algo rápido que lo impida. Era sólo la comunicación de mi error.
Porque yo creía que le iba a querer siempre y de todas las maneras.

Pero mi amor no era suficiente.

Él se acercó, en ese momento por supuesto, cuando ya era tarde. Se acercó, cerró los ojos y se inclinó hacia mí. Yo me separé, secretamente encantada de los tres años que le esperaban, de convulsiones, de temblequeos, de dolor de barriga.

7.22.2006

Detrás

Sonriendo se asoma a la ventana como cada día. Aún con legañas, en camisón, sus pies descalzos se deslizan por la madera del suelo hasta que siente el aire frío en la cara. Busca fuera.

Lo sabe, pero se le escapan algunos detalles. Sabe que es en alguna de esas otras ventanas que ahora tiene enfrente, pero es incapaz de indicar una. Duda entre tres.

La primera es verde, de madera y vieja, y al otro lado siempre hay una silueta que se mueve nerviosa, pero siempre tiene las cortinas echadas. Un día vio una mano apoyada en el cristal y tuvo ganas de estirar su brazo para tocar las puntas de sus dedos.

La segunda es una ventana pequeña y de aluminio. Es fea, para qué negarlo, y nunca se habría fijado en ella de no ser por la música de piano que siempre sale de allí. Cuando se confunde golpea todas las teclas a la vez, y ella quiere asomarse y gritar que es ahí donde está el arte.

La tercera no la ve si no saca medio cuerpo por la ventana y se voltea de forma muy complicada. Cree que es una ventana redonda, pero nunca la pudo ver bien. Está justo encima. Pero dos veces al mes salen de ella globos que los niños de la calle recogen. Tiene uno en casa, pero no se atreve a llamar al timbre.

Cada mañana coge su café y observa y se ríe. Y cuando alguna de sus tres ventanas se abre, ella escapa y se esconde. Porque todo sería peor si un día fuese capaz de escoger una.

7.14.2006

La felicidad de los muertos

...Crac

Y acaba así, como un alarido que sólo la muerte calla, como una agonía que se ahoga bajo las almohadas, como una bala rozándole la sien. No, rozando no. El golpe tiene que ser perfecto. Debe hacer crac. Saltar por los aires o deshacerse por dentro. Tiene que ser como apagar un interruptor. Sin sangre, con dulzura. Al fin y al cabo lo hace por amor. Pero los pedacitos de carne, los huesos fragmentados entre sus manos...cuanta ternura entre sus dedos. Todo suyo, paralizado en el tiempo. La felicidad capturada. Las manchas de sangre en el baño, por el suelo. Las vísceras manchando los cuadros y los cubiertos. El muerto llenando la vida.

Y sin saber por qué se acuerda del catecismo. En este valle de lágrimas. Sin saber por qué recuerda sólo esa frase. Pero no son las lágrimas de María Magdalena las que ruedan por sus mejillas y se cuelan por su boca con sabor a cadáver.

Ocurrió un día. En cama, junto a él. Sus cuerpos se rozaban desnudos y ella sentía su calor. Sonreía. La ventana estaba entreabierta y corría una brisa azulada. No había luna sino una luz de farola. Le bastó eso para saber que era el momento. Que era tan feliz que lo mejor era acabar con sus vidas. Primero con la de él, degollarla con sus manos, atraparla entre sus dedos y sorberla despacito. Después la de ella.

Su cuerpo quedarían en el medio de ese cuarto oscuro, bajo la luz amarillenta de la farola y las sábanas impregnadas de sangre. Él entre los muebles. Ella agarrada a sus órganos, sonriendo.

7.01.2006

Las venas de mi nariz estallan de amor

Venita que explota.

Crack.
Cogía cariñosamente mi nariz entre sus dedos. ¿De quien es esta nariz? Tonterías así. Después, invariablemente, el ruido, la sangre a borbotones. Yo lloraba, y él se sentía culpable. No avises a mamá, eh, no la avises. Yo lloraba más alto. Así que chistes, coger un gato y golpearlo, darse manotazos contra la cabeza, llamar mi atención no importaba cómo.
De repente se ponía muy serio y me decía: "el amor a veces duele".

No lo entendía muy bien. Yo lo quería mucho, y no me importaba si dolía. A veces en medio de la noche daba golpecitos en su colchón. Percusión perfecta para mí, que dormía debajo. Oía ruidos sofocados, la almohada alporizada, susurros y jadeos, no vengas, no vengas, no vengas, mi hermano duerme debajo, vete a por él. Yo me escondía entre las mantas y pedía que sólo lo matasen a él. Rezaba incluso. Mi amor era así, un poco egoísta. De todas formas acababa mojando toda la cama. Yo era muy pequeño, tenía miedo. Es normal. Él asomaba la cabeza y me sonreía. No se reía de mi, ojo, no quería humillarme. Él sólo asumía que esa era su función, era el mayor, el que tenía que divertirme. Yo disfrutaba un montón. Era la piel gallinácea, las sabanas ahogándome, incluso los sollozos, de acuerdo. Pero también esa dulce excitación que sube por el ombligo y la respiración que se acompasa al terror y sientes que pasa algo. Que por fin pasa algo.

Mis padres pensaban que me trataba mal, que estaba celoso. Yo sé que no, pero él también lo creyó. Cuando me reñían por algo, él afirmaba que era su culpa. Hasta que lo castigaban también. Comparabamos las marcas de la zapatilla. En eso consiste la adolescencia ¿no? en enorgullecerse de los golpes.

Un día se acabaron esos golpes, ya éramos mayores, y él aprovechó para intentar cambiar. Nadie aceptaba sus manos brutas, y ahora, cuando después de varias semanas nos reencontramos, esas manos flotan en mi espalda, desorientado en el abrazo, perdido en el mundo del afecto físico. Termina irremediablemente con una palmadita que se reprime, que no deja salir, porque aún se siente culpable de todas las cicatrices. Del mar. Se averguenza cuando hablamos en la familia de aquel día que me cogió y me tiró al agua. Pudiste morir, dice con la cabeza entre los dedos, al borde del llanto.

Pude, pero aprendí a nadar.

Otras veces sus manos, liberadas de la conciencia, buscan de nuevo mi nariz. Todo vuelve a su sitio. Y noto que de cariño voy a reventar porque yo que conozco el contenido, amo sus formas. Entonces venita que explota.

Crack.