4.08.2008

Más definitivo que el amor

Acabado como la segunda, la tercera, o la cuarta vez que dejaste de fumar “para siempre”. Sí, me gustaría que fuese uno de esos finales de mentirijillas, de herida con salsa de tomate, una de esas cosas que se sueltan para que la gente te deje tranquila, para no tener que escuchar una y otra vez que te estás matando, que no sabes lo que haces, que no sabes lo que quieres, que eres tan débil. Acabado como en segundo de primaria cuando el farolillo de papel que tenía que repetir una y otra vez. Puedes hacerlo mejor, me decía la profesora, si no te esfuerzas te quedarás sin recreo. Pero yo no quería esforzarme por una estúpida manualidad y cada cinco minutos iba a junto de ella y le mostraba la obra maestra: un papel lleno de tijeretazos que ni siquiera podía mantenerse erguido si yo no sujetaba (intentando que no fuera del todo evidente) los distintos barrotes inconsistentes entre los dedos. Acabado como cuando juré que no volvería a casa sola tan tarde, que pasaba demasiado miedo, que no merecía la pena. O como cuando discutí con una amiga y decidí no verla más, castigarla con mi indiferencia, no cogerle el teléfono si no hacía un vía crucis de rodillas hasta la puerta de mi casa.

Acabado como se acaban las cosas que no deben acabar, que fueron hechas para ser circulares, in crescendos eternos que culminan en una desintegración que no precede más que a la reunificación de las partículas. Acabado como las venganzas en las películas, como las historias de amor en los poemas petrarquistas: me quemo por dentro, amor, la única que puede apaciguar mi dolor es la que aviva el fuego. Oh, ángel mío, la muerte es dulce en comparación con esta enfermedad que me consume, quítame de una vez la vida. Pero los problemas tampoco terminaban ahí, todos sabíamos (nos lo habían cantado en otro soneto) que la muerte no era más que una ilusión, que el fuego y el infierno son eternos.

Este debía ser uno de esos finales, uno de los nuestros también. Uno de esos finales de gritos, lágrimas, portazos y un silencio sólo roto por los vítores de la pronta reconciliación.

Podría haber sido uno de esos finales, ¿por qué no? Pero mientras me lavaba las manos en la pila de la cocina, mientras dejaba que el agua arrastrase tanto asco, tanta sangre ajena, me dí cuenta de que no se oía nada.

Tras tanta agitación, silencio de sepulcro.