2.17.2009

Tacto

Daño en el estómago cuando ella se sienta a tu lado y vuestros brazos se rozan pero no vuestras miradas. Tú entonces te revuelves un poco y te alejas para evitar el contacto (para evitar el daño), pero la heridita ya está sangrando otra vez y para qué luchar entonces si ya ves el suelo a tu alrededor lleno de gotas rojas. Ella no se da cuenta mientras toma con calma su yogur con los ojos en la puerta de la cocina, donde está tu amigo más odiado.

“Vamos al cine!”, dice al volver con una mandarina entre sus dedos. Y los tres corréis entusiasmados con vuestras gafas de pasta y jerséis negros de cuello vuelto. El café de antes de la película no tiene humo porque sois existencialistas del siglo XXI y fumar es estúpido, pero ella juega a encender cerillas y olerlas y esperar a que el fuego consuma todo el palito de madera. “Ya empieza, ya empieza”.

Y es ahora cuando llega tu momento más temido, un reposa-brazos para cada dos manos, y qué sentido tiene te preguntas otra vez, porque os estáis tocando de nuevo y tus pulmones sienten arañazos punzantes (porque el daño cambia de lugar aunque la herida que sangra sea al final siempre la misma). Pero no dura mucho, a Peter Parker le acaba de morder la araña cuando notas cómo su brazo y todo su cuerpo se alejan de ti para apoyarse en el de él. Y ya está. No más herida, ya solo cicatriz.

Aunque él no le conviene, no no, y sabes que acabarán como Jim y Catharine, despeñados por un acantilado, mientras tú, el bueno de Jules, te preguntas qué va a ser de tu vida sin heridas, ni brazos, ni amigos a los que odiar.

2.08.2009

Siempre el suelo

Suelo que pisas, que oprimes con tus zapatos. Él no tiene la culpa, pero ¿y quién la tiene? Tú desde luego no. Así que clavas los tacones de aguja con fuerza, bien profundo, hasta que agujereas el suelo de madera y te quedas ahí, clavada, impasible, esperando que pase el tiempo y se lo lleve todo con él.

Ahora estás cansada, agotada. Demasiado para un tazón de leche, demasiado para recorrer el camino hacia la cama. Desearías ser un caracol, o un reptil cualquiera, para poder deslizarte sin prisa por todo el apartamento, hasta tu lecho de descanso.

Siempre el suelo. Para resbalar en su superficie, para batirse contra su compacta estructura, para jugar a la rayuela, para hacer competiciones de coches, y desfilar, algunas veces con altanería, otra cabizbajos.

Y debajo, sólo el vacío, la incerteza de la falta de apoyo. Pero a veces te gustaría probar. Jugar a caminar sobre el aire, a caer sobre la nada. Da miedo, pero seguro que no hace tanto daño.