De la misma manera, debes saberlo, tú me tendrás.
Pero solo cuando apenas pueda respirar.
Los problemas déjalos...
Acabado como la segunda, la tercera, o la cuarta vez que dejaste de fumar “para siempre”. Sí, me gustaría que fuese uno de esos finales de mentirijillas, de herida con salsa de tomate, una de esas cosas que se sueltan para que la gente te deje tranquila, para no tener que escuchar una y otra vez que te estás matando, que no sabes lo que haces, que no sabes lo que quieres, que eres tan débil. Acabado como en segundo de primaria cuando el farolillo de papel que tenía que repetir una y otra vez. Puedes hacerlo mejor, me decía la profesora, si no te esfuerzas te quedarás sin recreo. Pero yo no quería esforzarme por una estúpida manualidad y cada cinco minutos iba a junto de ella y le mostraba la obra maestra: un papel lleno de tijeretazos que ni siquiera podía mantenerse erguido si yo no sujetaba (intentando que no fuera del todo evidente) los distintos barrotes inconsistentes entre los dedos. Acabado como cuando juré que no volvería a casa sola tan tarde, que pasaba demasiado miedo, que no merecía la pena. O como cuando discutí con una amiga y decidí no verla más, castigarla con mi indiferencia, no cogerle el teléfono si no hacía un vía crucis de rodillas hasta la puerta de mi casa.
Acabado como se acaban las cosas que no deben acabar, que fueron hechas para ser circulares, in crescendos eternos que culminan en una desintegración que no precede más que a la reunificación de las partículas. Acabado como las venganzas en las películas, como las historias de amor en los poemas petrarquistas: me quemo por dentro, amor, la única que puede apaciguar mi dolor es la que aviva el fuego. Oh, ángel mío, la muerte es dulce en comparación con esta enfermedad que me consume, quítame de una vez la vida. Pero los problemas tampoco terminaban ahí, todos sabíamos (nos lo habían cantado en otro soneto) que la muerte no era más que una ilusión, que el fuego y el infierno son eternos.
Este debía ser uno de esos finales, uno de los nuestros también. Uno de esos finales de gritos, lágrimas, portazos y un silencio sólo roto por los vítores de la pronta reconciliación.
Podría haber sido uno de esos finales, ¿por qué no? Pero mientras me lavaba las manos en la pila de la cocina, mientras dejaba que el agua arrastrase tanto asco, tanta sangre ajena, me dí cuenta de que no se oía nada.
Tras tanta agitación, silencio de sepulcro.
Muere y nada. No sucede nada. Al menos, se dijo, por lo menos, una breve reseña en los periódicos. Pero nada, ni una columnita de última hora, ni siquiera un mísero breve. No sabía, pobre iluso, que el código deontológico de los periodistas lo prohíbe. De los suicidios no se habla. Por respeto, y por no incitar a más suicidas. Pero el suicidio no llama al suicidio, se diría, es el amor, el amor desdichado, el amor no correspondido, el que produce tanta sangre. Cómo evitar las metáforas, cómo evitar referirse a los corazones partidos, al sin ti yo muero, si están en todos los libros, en todas las canciones, en todas las películas. Si hasta los trovadores sufrían las altanerías de las mujeres casadas a las que amaban. Y suspiraban bajo su balcón, y clamaban a la muerte. Porque hasta la despiadada muerte es más dulce que un amor frustrado.
Pero la angustia siempre lo había acompañado. Siempre fue depresivo, desde que era pequeño y soñaba con ser poeta, o declamador, o artista. La inspiración sólo llega a través del sufrimiento. Así que se encerraba en su habitación. Leía. Lloraba. Se miraba al espejo con incorruptible seriedad. Jamán tomaba el sol, y no dormía para mantener sus ojeras. Por supuesto, jamás jugaba con otros niños. Su juego era la tristeza. Su vida era como un teatrillo en el que continuamente se representaba un drama del que el era protagonista. Y en eso consistía todo. Si había pescado para comer se llevaba las manos a la cabeza con grave gesto, y demandaba a los dioses una respuesta por tan sufrida existencia. Si los Reyes Magos no le traían el libro que quería lloraba por tan fatal destino. El más minúsculo contratiempo constituía un auténtico drama.
Así que imaginad a este trágico niño convertido en adulto. En un adulto enamorado y jamás correspondido. En un adulto ojeroso y sombrío que pasa las noches en vela llorando de desdicha. Sólo este mustio y pálido personaje podría enamorase de ella. La artista que pintaba desnudos. Y que importaba que su arte fuera absurdo y de mal gusto. No importaba porque en sus cuadros todos sonreían. Al igual que ella. Sociable, alegre, elegante, atractiva. La eligió porque le proporcionaría sufrimiento. Era imposible que ella, esa fuente de vida, se enamorara de él, un frustrado poeta que, de tanto aspirar a artista acabó trabajando de vigilante de un museo.
Azar sería que esos lápices que afilabas con tanto esmero fueran los mismos que ella mordería ansiosa años después. Azar sería que todas las cosas que has ido perdiendo a lo largo de tu vida las hubiese encontrado ella en aceras y parques y cafeterías. Azar sería que los gérmenes que escaparon de tu boca la última vez que tosiste hubiesen llegado a la suya de forma directa y feliz.
Piensas estas cosas sentado junto a la ventana con la nariz y las puntas de los pies frías. Nieva fuera y te parece verla entre los copos, saludando como en la canción. Pero claro, piensas, con tanta nieve sería difícil verla. Te encoges y desapareces bajo la manta y la canción empieza a sonar sabiendo que la han llamado. A ti te duele un poco verte tan desnudo y te niegas a cantar el estribillo. Por si alguien te oye, por si alguien se da cuenta.
Azar sería que ella encendiese la radio y escuchase esos versos y sintiese la impetuosa necesidad de salir a perderse en la nieve. Tú tienes la cámara preparada, por si acaso ocurre, por si aparece sin avisar en el instante de azar más sublime de toda tu vida. La filmarías sin abrir la ventana, y aunque no se distinguiría nada más que una mancha borrosa que se mueve despacio al final del punto de fuga, tú verías la película una y otra vez. Así hasta el final, hasta que el negativo se quemase, hasta que la aguja del tocadiscos se rompiese de tanto acariciar el mismo surco.
Pero mientras tanto esperas dibujando con los dedos copos de nieve en el cristal.
Suda y suda hasta volverse océano. Y así llega hasta la China.
Durante un tiempo trabaja en los campos de arroz. Le gusta contemplar las montañas. Le recuerdan vagamente a los dibujos de las paredes de los restaurantes chinos de Madrid. Esos en los que siempre hay pelos dentro de los rollitos de primavera. En China puedes pasarte la vida contemplando montañas, y a nadie le molesta.
Una mañana decide subir a una de ellas, contemplar el mundo desde arriba. Dios le ha dicho que desde la cumbre no se ve nada. Sólo el cielo. Pero a él el cielo le parece suficiente recompensa. Así que inicia su marcha, y mientras los campos de arroz se van volviendo pequeños su cuerpo comienza a sudar, y a sudar. Y nota que el océano le vuelve a arrastrar de vuelta. Pero él se aferra a la montaña. Quiere tocar el cielo. Y tanto se agarra a las rocas y a los árboles que se le rasgan la ropa y la piel. Y los ojos se le llenan de agua. Pierde los zapatos, y poco a poco va perdiendo también la consciencia. Pero cada vez está más cerca, casi lo puede rozar con la yema de los dedos. Y de repente, entre las olas del temporal, entre las ramas y las piedras que corren como un río, aparecen sus ojos. Los de ella. Enigmáticos como siempre. Callados. Mirándole con reprobación, echándole en cara que quiera tocar el cielo sin ella.
Amor otra vez y todo lo que eso conlleva. Los temblores por las mañanas, el aire en el pecho y los bichos en el estómago. Que se mueven sin dejarte dormir, ni comer, ni pensar. Y el frío, ese odioso frío febril que te atrapa a cada momento y que hace que tus dientes choquen unos contra otros sin que tú puedas hacer nada. Ese frío que no curan las mantas, ni los jerséis, ni los treinta y cinco grados que hay fuera.
Y te dicen que no es amor, que no puede ser amor, que es solo gripe, que también estornudas y tienes mocos. Tú contestas que eso es por la alergia a la primavera y a la sangre y al frío. Y de verdad, dices, de verdad que me gustaría que fuese gripe, porque con la gripe todo es más fácil, dura una semana y ya está, pero conoces tu cuerpo, sí, muy bien, y sabes cuándo es gripe y cuándo es amor. Y no, claro que no lo sabes explicar.
Pero cuando te despiertas a las 5 de la mañana temblando nunca es gripe. Y es horrible pensar que ni siquiera serviría de nada levantarte a por algo de paracetamol, porque no tiene nada que ver. De día siempre tienes ojeras y tus amigos te dicen que vayas al médico, pero tú sabes que no, que el médico es como las mantas o los treinta y cinco grados o el paracetamol. Remedios para algo que tú no tienes.
Porque esta vez no es gripe. Es algo peor.
Románticas es palabra de viejas. Como las lentejas. Las dos huelen a remojo. Las dos se vuelven espesas con los días. Y en los tiempos modernos que corren las dos vienen en lata y se compran en los quioscos y en los supermercados, en los cines y en las librerías. El procedimiento a seguir es muy sencillo. Se abre la lata, se calienta, y en cinco minutos tenemos unas magníficas lentejas o un poco de amor, aunque sepa un poco a plástico y los suspiros se nos queden entre los dientes.
Antes, hace mucho, mucho tiempo, cuando las madres ponían las lentejas a remojo, las parejas fabricaban manuales de romanticismo. Se escondían en los parques, se enviaban cartas, y se trataban de usted. En los bailes se miraban y con gestos se citaban para más tarde, lejos de miradas censuradoras. En esos momentos de intimidad, un hombre de gabardina que se parecía un poco a Clark Gable tomaba minuciosas notas.
Nota número 1. La fémina roza el cabello de él con los dedos de la mano derecha y desliza la izquierda por su espalda. El varón se acerca a su boca y la agarra por la cintura. Aumento de la frecuencia cardiaca.
Nota número 2. Varón y hembra soportan las bajas temperaturas de la noche y se mojan los pies en el mar. El varón comienza a salpicar a la hembra, y ésta, olvidando la temperatura polar emite una sonora carcajada. Pérdida de la noción del tiempo y de la situación climática.
A partir de ahí la empresa para la que trabaja el hombre de la gabardina escribe los manuales de amor que luego venderá a productoras y editoriales. Éstas se encargan de enlatar el romanticismo con distintas formas y sabores, con el fin de adecuarlo a los distintos públicos objetivo. El consumidor tan sólo debe elegir el suyo. Los hay sofisticados, de todo a 100, salvajes, conservadores, pasionales, ñoños, amores de suspiros ahogados, de proposiciones indecentes en la oficina, de matrimonios, de infidelidades, imposibles, comunes, extravagantes, de adolescentes?
En su punto de venta más cercano encontrará el romanticismo enlatado que usted elija listo para consumir. Es fácil y sencillo (e indoloro).
Sin embargo, hay quien prefiere aprender a cocinar lentejas y arriesgarse a que se le quemen, se le peguen al fondo o le salgan aguadas. Esos extraños amantes de las cosas viejas afirman que de esta forma siempre saben distintas, y los suspiros no se quedan entre los dientes, sino que pasan de boca a boca y de cuerpo a cuerpo. Pero recientes investigaciones desaconsejan esta práctica por peligrosa y denuncia a los nostálgicos por intentar sabotear las actividades económicas de los fabricantes de amor.
Blog: |
Fraggle Rock |
Topics: |
literatura |