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7.10.2010

La seducción al modo tradicional (artes de pesca)

Llena. La almadraba está repleta de atunes que se retuercen, de la misma manera que tú estás lleno de mí. Yo nado de un lado al otro, tranquila dentro del espacio que tengo acotado. Aún no noto el laberinto de redes por debajo, aún no se ha comenzado a agitar el mar.

¿Lo has visto en la tele? Es difícil no sentir piedad. Las olas que forman cuando la trampa asciende, coleteando con toda su fuerza, tratando de descender de nuevo al fondo del mar. ¿Tratar de escapar es digno o patético? Las embarcaciones les han ido cercando, ya no hay salida posible. Unos se rinden antes, otros después. Pocos viven todavía cuando el marinero, decidido, les hace un corte de tajo en el cuello.

De la misma manera, debes saberlo, tú me tendrás.
Pero solo cuando apenas pueda respirar.

3.01.2010

Infinita maldición

Infinito. Así es el silencio que cubre mi oído cada vez que descuelgo el teléfono. Sin voz, sin respiración, sin un sonidito electrónico que me indique que la línea está abierta y dispuesta a ayudarme. Todo está enchufado, pero solo encuentro este maldito silencio.

Si la línea me quisiera ayudar, me diría que está ahí. "Piiii", me susurraría suavemente al oído. Y yo colgaría el teléfono sin necesidad de llamar a nadie, sabiendo que la comunicación es posible, sabiendo que aún me puedo salvar. Entonces me metería tranquila en la cama y dormiría plácidamente.

************

Esta mañana te he intentado llamar. Una vez más, el silencio infinito ha sido la única respuesta. O la única pregunta, porque no llegué a iniciar ninguna conversación. Me pregunto por qué la línea me odia tanto o te quiere tanto. Me pregunto dónde está su corazoncito electrónico. ¿Sigue latiendo aunque no haya línea? ¿Habría línea si dejara de latir?

Antes de comer arranqué todos los cables y desatornillé todos los tornillos. Abrí despacio el teléfono, pero no encontré las lucecitas rojas que esperaba, así que lo metí en la bañera y esperé a que se ahogase. Ni un gemido, un glupglup.

**************

Cuando acabe el café te escribiré una carta, le pondré un sello y la echaré en el buzón. Espero de verdad que el cartero no me odie tanto o te quiera tanto. Su corazoncito sí que sé dónde está, y la bañera está todavía llena.

1.03.2010

Un mismo útero

Seguro que a ti te habrían dejado. Habrías llenado tus ojos enormes de lágrimas contenidas para mostrar que podrías llorar, pero que eres lo suficientemente mayor como para no hacerlo. Mamá y papá te habrían mirado conmovidos y habrían cedido. Los habría oído susurrar después al otro lado de la pared lo maduro que eres para tu tierna edad, cómo te habías aguantado para no montar el numerito.

Yo no juego a eso porque no sé. Si mis ojos se cubren de lágrimas, esas lágrimas salen disparadas sin poder parar. Y respiro de forma agitada y mi pulso se acelera y noto que estoy tan rojo y tan feo y quiero parar pero no puedo. Por eso nunca consigo nada. Por eso no puedo ir a ese maldito cumpleaños cuyo permiso habrías conseguido tú sin pestañear.

Iríamos juntos, pero no funciona así. Te mueres por ir, lo sé porque leí que se lo contabas a tu amiga en un email. Tengo tu contraseña, aunque tú ni lo sospeches. Sé que te encantaría ir, pero tendrías que ir conmigo y eso no lo soportarías. Le dices en broma otra vez eso de que ya estuvimos nueve meses metidos en un mismo útero, que ha sido suficiente. Ella se reirá al leerlo. Todos lo hacen.

Ahora estamos los dos mirando por la ventana. Tú piensas en todo lo que contarán en el colegio mañana. Yo pienso en que, al menos, ella no está contigo. Y deseo con todas mis fuerzas que conozca a algún otro niño y mañana ya no te dirija la palabra. Tu corazón se partiría en mil pedazos y yo me reiría aunque mi corazón estuviese en el mismo estado. Sentirías por fin lo que yo siento. Seríamos más gemelos, ahogados otra vez en un mismo útero.

5.29.2009

La escalera mágica

Clímax, te explico, viene del griego, y frente a lo que todo el mundo se espera, no significa punto álgido, sino escalera. No tiene nada que ver con la cumbre, insisto, sino con el camino.

Sé que te molesta que hable de etimología en medio de una película japonesa, pero necesito contraatacar. Porque yo odio, detesto y desprecio esa manía tuya de utilizar palabras como clímax o plano para hacer la valoración de una película. Odio la cara que pones –rimbombante- cuando me explicas que el alter ego del personaje mostró desde el principio sus verdaderas intenciones. Detesto que creas que sabes utilizar las palabras con precisión cuando lo único que haces es dejarlas caer con auto-veneración. Desprecio tu papel de cinéfilo, que tu consideras tan eficaz para seducir”nos”.

A pesar de que durante mi explicación te enseñé todos los dientes, tú me abrazas y bromeas sobre enseñarme el punto álgido de nuestra escalera. Yo me río (de nervios), y tú aprovechas para introducir una mano entre mi hueso y el pantalón. Te haces hueco y yo ya no me río porque no puedo respirar. De vez en cuando te separas un poco de mi piel y yo aprovecho para tomar aire. Y risueña aún, pienso que a pesar de todo te quiero un poco. No mucho, no, pero lo suficiente para pasarme una semana encerrada contigo bajo cuatro llaves.

Tú desabrochas un botón y a mí se me empiezan a nublar los pensamientos. Recuerdo tu comentario sobre la sombra que caía en el plano que precedía al clímax y siento cierta ternura. Juro perdonarte cada uno de tus defectos si me permites inspirar una vez más antes de explotar.

Y después, después de coronar la única cima relevante, pienso –aunque nunca lo pronunciaré en voz alta - en lo que quiero hacer el resto de mi vida. Todos los días. De la mano. Recorrer juntos, uno por uno, cada peldaño.

4.18.2009

Tríangulo anacrónico

Portazo algo más brusco que el anterior, y Neil se encoge porque ya no tiene que ser el más fuerte ni el más seguro. A este lado de la (maltratada) puerta ya no le puede pasar nada. Se sienta detrás de su enorme mesa de jefe y se pregunta si Peter seguirá ahí, si habrá conseguido golpearle, si lo habrá hecho sangrar.

Ahora ya no hay marcha atrás. Neil cierra la ventana y después las contras, "hace frío, hay mucha luz", aunque lo único que hay es la posibilidad de una bomba o una bala o una simple piedra volando hacia dentro y eso no, eso es algo a lo que Neil no se quiere enfrentar.

Lo que no sabe es que Peter tiene mucha más clase. Peter está ya en casa escribiendo una nota informativa que finalmente dejará en el buzón (en un principio había pensado en la posiblidad de hacerla entrar por la ventana de Neil en forma de avioncito, pero como ahora sabemos, al viento se le suma la imposibilidad física de atravesar la madera de las contras).

La nota dice:

"Estimado Neil,
Esto ya no tiene más que una solución. Propongo que nos batamos en duelo uno de estos amaneceres (te dejo escoger la fecha, al fin y al cabo, eres tú quien va a morir). En un principio pensé en espadas, pero quizá sea más rápido y efectivo el revólver. Llamaremos menos la atención. No quiero testigos, esto es entre tú y yo.
(¿Ves estas gotitas de sangre? Tu portazo casi me rompe la nariz. Eres tan cobarde)
Tu enemigo,
Peter"

Neil lee la carta y acaricia el revólver que guarda en su cajón. A continuación hace la maleta y corre al puerto. Allí se monta en un barco que va a América. "Nuestro amor es más profundo que todo esto", le había escrito ella una vez.

"Malditos locos anacrónicos", piensa mientras deja que el viento le dé en la cara. "En pleno siglo XXI quieren duelos y muerte por amor. Quédate con Peter, ya no me importa. Yo vivo en este siglo".

Ni se le pasa por la cabeza el hecho de estar cruzando el charco en barco, como en la época en la que los triángulos amorosos se deshacían de uno de sus ángulos a golpe de espada o de bala.

2.17.2009

Tacto

Daño en el estómago cuando ella se sienta a tu lado y vuestros brazos se rozan pero no vuestras miradas. Tú entonces te revuelves un poco y te alejas para evitar el contacto (para evitar el daño), pero la heridita ya está sangrando otra vez y para qué luchar entonces si ya ves el suelo a tu alrededor lleno de gotas rojas. Ella no se da cuenta mientras toma con calma su yogur con los ojos en la puerta de la cocina, donde está tu amigo más odiado.

“Vamos al cine!”, dice al volver con una mandarina entre sus dedos. Y los tres corréis entusiasmados con vuestras gafas de pasta y jerséis negros de cuello vuelto. El café de antes de la película no tiene humo porque sois existencialistas del siglo XXI y fumar es estúpido, pero ella juega a encender cerillas y olerlas y esperar a que el fuego consuma todo el palito de madera. “Ya empieza, ya empieza”.

Y es ahora cuando llega tu momento más temido, un reposa-brazos para cada dos manos, y qué sentido tiene te preguntas otra vez, porque os estáis tocando de nuevo y tus pulmones sienten arañazos punzantes (porque el daño cambia de lugar aunque la herida que sangra sea al final siempre la misma). Pero no dura mucho, a Peter Parker le acaba de morder la araña cuando notas cómo su brazo y todo su cuerpo se alejan de ti para apoyarse en el de él. Y ya está. No más herida, ya solo cicatriz.

Aunque él no le conviene, no no, y sabes que acabarán como Jim y Catharine, despeñados por un acantilado, mientras tú, el bueno de Jules, te preguntas qué va a ser de tu vida sin heridas, ni brazos, ni amigos a los que odiar.

4.08.2008

Más definitivo que el amor

Acabado como la segunda, la tercera, o la cuarta vez que dejaste de fumar “para siempre”. Sí, me gustaría que fuese uno de esos finales de mentirijillas, de herida con salsa de tomate, una de esas cosas que se sueltan para que la gente te deje tranquila, para no tener que escuchar una y otra vez que te estás matando, que no sabes lo que haces, que no sabes lo que quieres, que eres tan débil. Acabado como en segundo de primaria cuando el farolillo de papel que tenía que repetir una y otra vez. Puedes hacerlo mejor, me decía la profesora, si no te esfuerzas te quedarás sin recreo. Pero yo no quería esforzarme por una estúpida manualidad y cada cinco minutos iba a junto de ella y le mostraba la obra maestra: un papel lleno de tijeretazos que ni siquiera podía mantenerse erguido si yo no sujetaba (intentando que no fuera del todo evidente) los distintos barrotes inconsistentes entre los dedos. Acabado como cuando juré que no volvería a casa sola tan tarde, que pasaba demasiado miedo, que no merecía la pena. O como cuando discutí con una amiga y decidí no verla más, castigarla con mi indiferencia, no cogerle el teléfono si no hacía un vía crucis de rodillas hasta la puerta de mi casa.

Acabado como se acaban las cosas que no deben acabar, que fueron hechas para ser circulares, in crescendos eternos que culminan en una desintegración que no precede más que a la reunificación de las partículas. Acabado como las venganzas en las películas, como las historias de amor en los poemas petrarquistas: me quemo por dentro, amor, la única que puede apaciguar mi dolor es la que aviva el fuego. Oh, ángel mío, la muerte es dulce en comparación con esta enfermedad que me consume, quítame de una vez la vida. Pero los problemas tampoco terminaban ahí, todos sabíamos (nos lo habían cantado en otro soneto) que la muerte no era más que una ilusión, que el fuego y el infierno son eternos.

Este debía ser uno de esos finales, uno de los nuestros también. Uno de esos finales de gritos, lágrimas, portazos y un silencio sólo roto por los vítores de la pronta reconciliación.

Podría haber sido uno de esos finales, ¿por qué no? Pero mientras me lavaba las manos en la pila de la cocina, mientras dejaba que el agua arrastrase tanto asco, tanta sangre ajena, me dí cuenta de que no se oía nada.

Tras tanta agitación, silencio de sepulcro.

2.24.2007

Un suicidio ejemplar

Muere y nada. No sucede nada. Al menos, se dijo, por lo menos, una breve reseña en los periódicos. Pero nada, ni una columnita de última hora, ni siquiera un mísero breve. No sabía, pobre iluso, que el código deontológico de los periodistas lo prohíbe. De los suicidios no se habla. Por respeto, y por no incitar a más suicidas. Pero el suicidio no llama al suicidio, se diría, es el amor, el amor desdichado, el amor no correspondido, el que produce tanta sangre. Cómo evitar las metáforas, cómo evitar referirse a los corazones partidos, al sin ti yo muero, si están en todos los libros, en todas las canciones, en todas las películas. Si hasta los trovadores sufrían las altanerías de las mujeres casadas a las que amaban. Y suspiraban bajo su balcón, y clamaban a la muerte. Porque hasta la despiadada muerte es más dulce que un amor frustrado.

Pero la angustia siempre lo había acompañado. Siempre fue depresivo, desde que era pequeño y soñaba con ser poeta, o declamador, o artista. La inspiración sólo llega a través del sufrimiento. Así que se encerraba en su habitación. Leía. Lloraba. Se miraba al espejo con incorruptible seriedad. Jamán tomaba el sol, y no dormía para mantener sus ojeras. Por supuesto, jamás jugaba con otros niños. Su juego era la tristeza. Su vida era como un teatrillo en el que continuamente se representaba un drama del que el era protagonista. Y en eso consistía todo. Si había pescado para comer se llevaba las manos a la cabeza con grave gesto, y demandaba a los dioses una respuesta por tan sufrida existencia. Si los Reyes Magos no le traían el libro que quería lloraba por tan fatal destino. El más minúsculo contratiempo constituía un auténtico drama.

Así que imaginad a este trágico niño convertido en adulto. En un adulto enamorado y jamás correspondido. En un adulto ojeroso y sombrío que pasa las noches en vela llorando de desdicha. Sólo este mustio y pálido personaje podría enamorase de ella. La artista que pintaba desnudos. Y que importaba que su arte fuera absurdo y de mal gusto. No importaba porque en sus cuadros todos sonreían. Al igual que ella. Sociable, alegre, elegante, atractiva. La eligió porque le proporcionaría sufrimiento. Era imposible que ella, esa fuente de vida, se enamorara de él, un frustrado poeta que, de tanto aspirar a artista acabó trabajando de vigilante de un museo.

Decidió que el suicidio era la única opción. El acto sublime que lo encumbraría. Todos los artistas se hacen famosos tras una muerte prematura y trágica. Sólo olvidó una cosa: tan concentrado estaba en sufrir para alcanzar la inspiración que jamás llegó a crear nada. Ni siquiera una obra tan horrorosa como la de su amada, la pintora de grotescos desnudos.

12.22.2006

Preludio a una tragedia navideña

-¿Cristal por Navidad? No entiendo qué quieres hacer con eso.

Yo, mientras tanto, me mordía las uñas y sopesaba cual sería el mejor. No, el mejor no, el más efectivo. Pasaba las yemas de los dedos por el corte irregular del cristal, mientras ella me miraba con consternación revolver en la papelera.

Ella nunca entendía nada ¿de acuerdo? No tenía esa facultad. Siempre soltaba frases grandilocuentes y conclusiones precipitadas. En este momento podía verla con el ceño bien fruncido ante el esfuerzo de pensar qué manualidades sabía yo hacer con vidrio. Me compadecí de ella.

-No es un regalo. No es material de regalo. Es un arma.

Ahora le dolería todavía más el cerebro, me cogería del brazo e intentaría apartarme del contenedor, y sobretodo de esa absurda idea. Porque ella sabía que aunque aún ignorase los detalles, cualquier idea mía era a la fuerza absurda. Le especificaría que iría a tu casa con el cristal cuando tus padres no estuviesen, que te amenazaría y que tendrías que besarme hasta que te gustase. Ella negaría con su cabecita repetidas veces, y me entrarían ganas de clavarselo sin más. No lo haría, entonces con voz de mujer experimentada, me diría: "Eso no es amor, ¿sabes?, no es amor".

¡Oh! Claro, perdona, lo olvidaba.

Porque para qué explicarle, que quien de verdad sufre, antes que llorar se arranca los ojos, y que quien de verdad ama, antes que desvanecerse, muere.

12.05.2006

Canción de invierno

Azar sería que esos lápices que afilabas con tanto esmero fueran los mismos que ella mordería ansiosa años después. Azar sería que todas las cosas que has ido perdiendo a lo largo de tu vida las hubiese encontrado ella en aceras y parques y cafeterías. Azar sería que los gérmenes que escaparon de tu boca la última vez que tosiste hubiesen llegado a la suya de forma directa y feliz.

Piensas estas cosas sentado junto a la ventana con la nariz y las puntas de los pies frías. Nieva fuera y te parece verla entre los copos, saludando como en la canción. Pero claro, piensas, con tanta nieve sería difícil verla. Te encoges y desapareces bajo la manta y la canción empieza a sonar sabiendo que la han llamado. A ti te duele un poco verte tan desnudo y te niegas a cantar el estribillo. Por si alguien te oye, por si alguien se da cuenta.

Azar sería que ella encendiese la radio y escuchase esos versos y sintiese la impetuosa necesidad de salir a perderse en la nieve. Tú tienes la cámara preparada, por si acaso ocurre, por si aparece sin avisar en el instante de azar más sublime de toda tu vida. La filmarías sin abrir la ventana, y aunque no se distinguiría nada más que una mancha borrosa que se mueve despacio al final del punto de fuga, tú verías la película una y otra vez. Así hasta el final, hasta que el negativo se quemase, hasta que la aguja del tocadiscos se rompiese de tanto acariciar el mismo surco.

Pero mientras tanto esperas dibujando con los dedos copos de nieve en el cristal.

7.27.2006

Trampolines y besos

Una, dos y tres. Pensaba que podría hacerlo como cuando me tiraba al agua desde aquella roca tan alta, en la playa que había frente a la casa de mis tíos. Coger impulso, correr, una, dos, tres y ya, notar nada bajo los pies, hacerse irremediable el salto. Pensaba que podría hacerlo, y me repetía uno, dos, tres o incluso la cuenta atrás, tres, dos, uno y... y entonces cerraba los ojos muy fuerte, echaba el cuerpo hacia delante y dejaba que los brazos me aleteasen en el vacío hasta caer sobre él y chocar con su boca. Pero un par de milímetros antes, irremediablemente, el freno en seco, no puedo no puedo no puedo no puedo y allí me quedaba, a punto de rozar su nariz, sabiéndome ridícula y con la descarada piel de gallina. Él lo notaba supongo, pero no hacía nada, salvo preguntarme ¿tienes frío? así, sólo por humillarme. Él, tan consciente, tan estable, tan sabiéndose con el control. Yo enfrente, con cara de tonta, frotándome los brazos, intentando que no se notase el temblequeo.

Quedábamos todos los días, me hablaba de cuando era pequeño, de cuando fuera mayor, de su familia, de sus amigos, de lo mucho que me quería, pero ni un sólo beso. A veces al acompañarme a casa me abrazaba muy fuerte y lo sentía moviéndose contra mí, colocando su cara frente a la mía, y yo me decía, después de esto tiene que llegar el amor, o al menos algo que se le parezca. Él se separaba, decía: te llamo mañana y se iba, tan tranquilo. Yo me quedaba diez minutos más en el portal, con el corazón a punto de estallar, hasta que sentía unas ganas incontrolables de vomitar que me subían desde las tripas, porque tanta tensión no podía ser buena. Subía a mi casa y me tiraba en la cama. Inventaba teorías y sacaba conclusiones. Pero no entendía por qué por qué por qué no era la mujer de su vida.

Tres años así es demasiado para cualquier persona. Los días de mucho calor me llevaba a comer con sus abuelos y después llenábamos la bañera de agua. Me sacaba la camiseta, me sacaba el pantalón. Yo esperaba, ansiosa. O iniciaba la cuenta atrás, tres, dos, uno mejor que me rechace que morirme de ganas. Pero no era capaz, ya sé, la culpa es mía. Me quedaba con él abrazándome e intentando no llorar. A veces iba a tomar algo con otros chicos que sí me besaban en el portal. Él gimoteaba como un condenado y pataleaba y me decía que no pensaba que yo pudiera ser así. Yo le calmaba, le decía que él ya sabía que yo le iba a querer siempre, y a punto estaba de decirle que porque no un beso, o muchos, o todos, pero le veía tan feliz, tan completo, que me sentía mal, insaciable.

De todas formas un día tomé una determinación. Le senté enfrente de mí, le cogí las manos y anuncié: voy a desenamorarme de ti.

Y no era una amenaza, ni un haz algo rápido que lo impida. Era sólo la comunicación de mi error.
Porque yo creía que le iba a querer siempre y de todas las maneras.

Pero mi amor no era suficiente.

Él se acercó, en ese momento por supuesto, cuando ya era tarde. Se acercó, cerró los ojos y se inclinó hacia mí. Yo me separé, secretamente encantada de los tres años que le esperaban, de convulsiones, de temblequeos, de dolor de barriga.

7.14.2006

La felicidad de los muertos

...Crac

Y acaba así, como un alarido que sólo la muerte calla, como una agonía que se ahoga bajo las almohadas, como una bala rozándole la sien. No, rozando no. El golpe tiene que ser perfecto. Debe hacer crac. Saltar por los aires o deshacerse por dentro. Tiene que ser como apagar un interruptor. Sin sangre, con dulzura. Al fin y al cabo lo hace por amor. Pero los pedacitos de carne, los huesos fragmentados entre sus manos...cuanta ternura entre sus dedos. Todo suyo, paralizado en el tiempo. La felicidad capturada. Las manchas de sangre en el baño, por el suelo. Las vísceras manchando los cuadros y los cubiertos. El muerto llenando la vida.

Y sin saber por qué se acuerda del catecismo. En este valle de lágrimas. Sin saber por qué recuerda sólo esa frase. Pero no son las lágrimas de María Magdalena las que ruedan por sus mejillas y se cuelan por su boca con sabor a cadáver.

Ocurrió un día. En cama, junto a él. Sus cuerpos se rozaban desnudos y ella sentía su calor. Sonreía. La ventana estaba entreabierta y corría una brisa azulada. No había luna sino una luz de farola. Le bastó eso para saber que era el momento. Que era tan feliz que lo mejor era acabar con sus vidas. Primero con la de él, degollarla con sus manos, atraparla entre sus dedos y sorberla despacito. Después la de ella.

Su cuerpo quedarían en el medio de ese cuarto oscuro, bajo la luz amarillenta de la farola y las sábanas impregnadas de sangre. Él entre los muebles. Ella agarrada a sus órganos, sonriendo.

6.12.2006

Suficiente recompensa

Suda y suda hasta volverse océano. Y así llega hasta la China.

Durante un tiempo trabaja en los campos de arroz. Le gusta contemplar las montañas. Le recuerdan vagamente a los dibujos de las paredes de los restaurantes chinos de Madrid. Esos en los que siempre hay pelos dentro de los rollitos de primavera. En China puedes pasarte la vida contemplando montañas, y a nadie le molesta.

Una mañana decide subir a una de ellas, contemplar el mundo desde arriba. Dios le ha dicho que desde la cumbre no se ve nada. Sólo el cielo. Pero a él el cielo le parece suficiente recompensa. Así que inicia su marcha, y mientras los campos de arroz se van volviendo pequeños su cuerpo comienza a sudar, y a sudar. Y nota que el océano le vuelve a arrastrar de vuelta. Pero él se aferra a la montaña. Quiere tocar el cielo. Y tanto se agarra a las rocas y a los árboles que se le rasgan la ropa y la piel. Y los ojos se le llenan de agua. Pierde los zapatos, y poco a poco va perdiendo también la consciencia. Pero cada vez está más cerca, casi lo puede rozar con la yema de los dedos. Y de repente, entre las olas del temporal, entre las ramas y las piedras que corren como un río, aparecen sus ojos. Los de ella. Enigmáticos como siempre. Callados. Mirándole con reprobación, echándole en cara que quiera tocar el cielo sin ella.

6.10.2006

Hambre de tarta

Peor que el calor, son los besos.

En invierno a veces, por probar, se deja abrazar por hombres que la desean con ojos febriles de excitación. Otras veces también intentan atrapar su mano, pero entonces sus dedos huidizos se escabullen. Porque las manos de los chicos sudan y le ofrecen a su piel una palma húmeda, pringosa.

Sus amigas, que enseguida se desabotonan la blusa, le dicen que todo eso es porque no ha amado nunca de verdad.

Ella no es de las que se enfurecen, pero mueve sus rizos de un lado a otro, tan rápido. No, no y no. El amor no es mirar a alguien como si fuera una tarta de chocolate ¿sabéis?. Medita un rato. Además yo me quiero, a mí, me quiero de verdad. Pero eso no evita que mi cuerpo sea repugnante y líquido, que mi catarro sea eterno, que mi mesilla siempre rebose de clínex con mocos. El amor no es compartir eso, no puede serlo. Tiene que ser algo más parecido a nadar en agua fría o comerte un helado. O incluso la aceleración del corazón cuando él pronuncia conceptos tan complejos como "entropía".

Sí, siempre lo supo, y aún cierra los ojos con rabia cuando sus padres se besan. Los odia por reproducir la mentira fundamental. Que el amor es saliva, es calor, es suciedad.

Y si en medio de la noche siente alguna necesidad de agarrar algo entre las piernas, prefiere coger la almohada, que por lo menos no suda.

6.08.2006

El paracetamol no sirve

Amor otra vez y todo lo que eso conlleva. Los temblores por las mañanas, el aire en el pecho y los bichos en el estómago. Que se mueven sin dejarte dormir, ni comer, ni pensar. Y el frío, ese odioso frío febril que te atrapa a cada momento y que hace que tus dientes choquen unos contra otros sin que tú puedas hacer nada. Ese frío que no curan las mantas, ni los jerséis, ni los treinta y cinco grados que hay fuera.

Y te dicen que no es amor, que no puede ser amor, que es solo gripe, que también estornudas y tienes mocos. Tú contestas que eso es por la alergia a la primavera y a la sangre y al frío. Y de verdad, dices, de verdad que me gustaría que fuese gripe, porque con la gripe todo es más fácil, dura una semana y ya está, pero conoces tu cuerpo, sí, muy bien, y sabes cuándo es gripe y cuándo es amor. Y no, claro que no lo sabes explicar.

Pero cuando te despiertas a las 5 de la mañana temblando nunca es gripe. Y es horrible pensar que ni siquiera serviría de nada levantarte a por algo de paracetamol, porque no tiene nada que ver. De día siempre tienes ojeras y tus amigos te dicen que vayas al médico, pero tú sabes que no, que el médico es como las mantas o los treinta y cinco grados o el paracetamol. Remedios para algo que tú no tienes.

Porque esta vez no es gripe. Es algo peor.

6.01.2006

El amor es una lata

Románticas es palabra de viejas. Como las lentejas. Las dos huelen a remojo. Las dos se vuelven espesas con los días. Y en los tiempos modernos que corren las dos vienen en lata y se compran en los quioscos y en los supermercados, en los cines y en las librerías. El procedimiento a seguir es muy sencillo. Se abre la lata, se calienta, y en cinco minutos tenemos unas magníficas lentejas o un poco de amor, aunque sepa un poco a plástico y los suspiros se nos queden entre los dientes.

Antes, hace mucho, mucho tiempo, cuando las madres ponían las lentejas a remojo, las parejas fabricaban manuales de romanticismo. Se escondían en los parques, se enviaban cartas, y se trataban de usted. En los bailes se miraban y con gestos se citaban para más tarde, lejos de miradas censuradoras. En esos momentos de intimidad, un hombre de gabardina que se parecía un poco a Clark Gable tomaba minuciosas notas.

Nota número 1. La fémina roza el cabello de él con los dedos de la mano derecha y desliza la izquierda por su espalda. El varón se acerca a su boca y la agarra por la cintura. Aumento de la frecuencia cardiaca.

Nota número 2. Varón y hembra soportan las bajas temperaturas de la noche y se mojan los pies en el mar. El varón comienza a salpicar a la hembra, y ésta, olvidando la temperatura polar emite una sonora carcajada. Pérdida de la noción del tiempo y de la situación climática.

A partir de ahí la empresa para la que trabaja el hombre de la gabardina escribe los manuales de amor que luego venderá a productoras y editoriales. Éstas se encargan de enlatar el romanticismo con distintas formas y sabores, con el fin de adecuarlo a los distintos públicos objetivo. El consumidor tan sólo debe elegir el suyo. Los hay sofisticados, de todo a 100, salvajes, conservadores, pasionales, ñoños, amores de suspiros ahogados, de proposiciones indecentes en la oficina, de matrimonios, de infidelidades, imposibles, comunes, extravagantes, de adolescentes?

En su punto de venta más cercano encontrará el romanticismo enlatado que usted elija listo para consumir. Es fácil y sencillo (e indoloro).

Sin embargo, hay quien prefiere aprender a cocinar lentejas y arriesgarse a que se le quemen, se le peguen al fondo o le salgan aguadas. Esos extraños amantes de las cosas viejas afirman que de esta forma siempre saben distintas, y los suspiros no se quedan entre los dientes, sino que pasan de boca a boca y de cuerpo a cuerpo. Pero recientes investigaciones desaconsejan esta práctica por peligrosa y denuncia a los nostálgicos por intentar sabotear las actividades económicas de los fabricantes de amor.