Peldaño tras peldaño, pasito tras pasito, intentando avanzar, pero con la mirada clavada en el suelo, concentrada en las irregularidades de la madera y en las marcas de suelas de goma. Un poco por vértigo, también por miedo al siguiente peldaño ¿habrá uno más?¿cuándo se llega arriba? ¿se puede bajar?
Así que extiendo con cuidado el pie y con la punta examino el siguiente paso. Lo palpo de izquierda a derecha, hacia delante, hacia atrás de nuevo. Me atemoriza la idea de pisar con firmeza y encontrarme el vacío, o hundir el pie en un socavón y quedarme atrapada. O caerme al piso de abajo y provocar una nube de polvo como en las películas.
Uf, ya estoy en el siguiente peldaño. Un poquito más alta, pero igual de asustada. Busco la barandilla, pero no hay. Sigo mirando al suelo, porque me atemoriza pensar en levantar la vista y encontrarme con una luz cegadora, o con una figura mágica que me anuncie el futuro si soy capaz de resolver tres adivinanzas.
Me giro, y entonces sí, miro hacia abajo, y me siento. Mira, ahí, esos peldaños tan complicados, cuánto sudor derramado. Y aquellos, tan agradecidos, de un suave tacto y olor a libros nuevos y a vainilla de la que no empalaga. Pienso en quedarme ahí parada, mirando hacia abajo, saboreando los buenos momentos y alegrándome de que los malos hayan pasado.
Pero me inquieta el silencio que llega desde arriba en forma de un viento que me acaricia la espalda. No sé si es frío o caliente, húmedo o seco, así que lo llamaré neutro. Un viento neutro que me empuja un poquito, me zarandea rítmicamente dibujando círculos.
De nuevo me pongo en pie y me giro. Las muescas en la madera y las huellas de los que ya han pasado por ahí siguen guiándome. Subo un peldaño más. A fin de cuentas, no puedo quedarme en el medio toda la vida esperando a que llegue el conejo blanco corriendo con su reloj en la mano.
6.23.2009
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