Mandíbulas abiertas de par en par. Se te ven las amígdalas, la garganta, se adivinan tus entrañas en el fondo de tu cuerpo. Y yo miro, miro y remiro por si descubro algo. ¿Dónde guardas los besos, los llantos, los antojos, las ganas de comer? La vida está en todos los rinconcitos de mi cuerpo, me explicas. Y yo me río, porque hablas como un catequista. Y te agarro la mano, porque estoy dispuesta a averiguar el lugar exacto en el que guardas todos tus secretos. Tampoco allí los encuentro. Estoy dispuesta a encontrarlos, aunque tenga que desnudarte, recorrer tu cuerpo, buscar en cada recobijo. Y si ni aún así lo logro, quizá pueda rasgarte, abrir tu cuerpo de par en par, ver que hay debajo de tu piel, rebuscar entre todos tus órganos, quererte desde dentro.
Te ríes, no me crees. Yo me pongo seria, y tú te ríes todavía más. Siempre me dices que no soy capaz de enfadarme. Es verdad, pero deberías creerme cuando te digo que pienso arañarte hasta que descubra qué hay debajo de tu cara, tus brazos, tu pelo, tus ojos. Te miro. Pienso en todo lo que podría hacer si supiera todo lo que quieres, lo que amas, lo que odias, lo que sueñas. Sería enormemente poderosa. Sonrío con malicia. Me acaricias. Te beso. Y romperte en pedacitos me parece la más sublime de las manifestaciones de amor.
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