...Crac
Y acaba así, como un alarido que sólo la muerte calla, como una agonía que se ahoga bajo las almohadas, como una bala rozándole la sien. No, rozando no. El golpe tiene que ser perfecto. Debe hacer crac. Saltar por los aires o deshacerse por dentro. Tiene que ser como apagar un interruptor. Sin sangre, con dulzura. Al fin y al cabo lo hace por amor. Pero los pedacitos de carne, los huesos fragmentados entre sus manos...cuanta ternura entre sus dedos. Todo suyo, paralizado en el tiempo. La felicidad capturada. Las manchas de sangre en el baño, por el suelo. Las vísceras manchando los cuadros y los cubiertos. El muerto llenando la vida.
Y sin saber por qué se acuerda del catecismo. En este valle de lágrimas. Sin saber por qué recuerda sólo esa frase. Pero no son las lágrimas de María Magdalena las que ruedan por sus mejillas y se cuelan por su boca con sabor a cadáver.
Ocurrió un día. En cama, junto a él. Sus cuerpos se rozaban desnudos y ella sentía su calor. Sonreía. La ventana estaba entreabierta y corría una brisa azulada. No había luna sino una luz de farola. Le bastó eso para saber que era el momento. Que era tan feliz que lo mejor era acabar con sus vidas. Primero con la de él, degollarla con sus manos, atraparla entre sus dedos y sorberla despacito. Después la de ella.
Su cuerpo quedarían en el medio de ese cuarto oscuro, bajo la luz amarillenta de la farola y las sábanas impregnadas de sangre. Él entre los muebles. Ella agarrada a sus órganos, sonriendo.
7.14.2006
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