Sangre azul corría por sus venas, pero sólo en algunas ocasiones. Se sentía príncipe cuando se sentaba la mesa y colocaba con extrema precisión los cubiertos. Y disponía pequeñas raciones con mucho gusto. Otras veces le daba por hacer lo contrario. Comía grandes porciones de carne que arrancaba con los dientes vorazmente, emulando a los grandes monarcas de la Edad Media. Después encendía la radio, e imaginaba que los locutores eran mensajeros que le traían noticias de mundos lejanos.
- Mi honorable alteza, hay una nueva guerra en el Líbano.
- ¿Otra vez? ¡Haz llamar a los consejeros! Debemos trazar una estrategia.
Entonces se ponía las zapatillas, se sentaba frente a un espejo y fruncía el ceño. Delibero, delibero. Estoy deliberando, se decía. En realidad hacía poco más que arquear las cejas y ensayar posturas faciales.
A veces pensaba en su princesa. Ella vivía en el bloque de enfrente. Dormía enredada en una mosquitera y cada noche colocaba un pequeño guisante bajo su colchón. A la hora del desayuno siempre se lamentaba.
- ¡He dormido fatal! Alguien ha colocado un guisante bajo mi grueso colchón
Después encendía la tele y se interesaba por el estado de la nobleza europea. Y los ojos se le ponían tristes porque los príncipes se iban casando y temía quedarse soltera. También se sentía molesta por la poca seriedad de los príncipes de hoy en día. Que si se drogan, que si se dedican a tocar pechos plebeyos. Se sentía tan sola... Y encima ese loco, el pobre hombre que vivía en los establos que daban a su ventana no dejaba de mirarla. Levantaba la vista y ahí estaba el, arqueando las cejas como un tonto. Su patetismo la irritaba profundamente.
- ¿No se da cuenta de que es un plebeyo?
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