Latín es tu boca de niño que iba mal en la escuela. Latín son tus ojos, que tan bien mienten, que tan bien ocultan que en aquellos años te dedicabas a levantarles las faldas a las niñas y a besarles las mejillas.
Y que los libros para ti eran para jugar a los aviones de papel. Y que las palabras para ti eran para destrozarlas contra los muros, como mísiles, como dardos venenosos, gritos de guerra en el patio del colegio.
Todos los profesores opinaban que sabías latín, aunque tú nunca supiste declinar. Rosae, rosas, rosarum. Te dolía la cabeza sólo de pensarlo. Cuando la profesora escribía en la pizarra, tu pequeña cabecita volaba a paisajes selváticos en donde luchabas contra las fieras. Entonces los lápices se convertían en lanzas mortales, y pensabas que para enfrentarse con la naturaleza no se necesitaba una lengua muerta. Las palabras, qué poco valen, y más si están muertas.
Eso pensabas. Entonces alguien decidió regalarte unas palabras, regalarte el abecedario entero. La niña de la diadema roja, la que nunca te dejó que le levantaras la falda, te hizo llegar una carta.
Algunas veces, las palabras atraviesan más fieras que los lápices afilados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario