11.13.2015

Demasiado hermosas

Vez hubo que no pudo abrir los ojos. Tenía tanto sueño, deseaba tanto su cama. Salir le parecía una locura, una proeza demasiado arriesgada.

Y qué más da que haga sol ahí afuera, qué importa si las calles ya se han llenado de gente. Parece tan difícil, hace tanto tiempo que no escribo.

El despertador volvió a sonar. No era un “ring, ring”, era una melodía electrónica que a esas alturas de su vida detestaba lastimosamente. Tomó una determinación. Estiró un brazo, desactivó ese sonido infernal, se levantó dando un respingo y ocupó su escritorio.

Inspiró.

Encendió el ordenador.

Abrió un nuevo documento.

El cursor parpadeaba.

El cursor seguía parpadeando.

El cursor no dejaba de parpadear. Y añoraba tanto su cama.

Pero entonces sí, ahí estaban, una a una fueron llegando. Las echaba tanto de menos. Unió unas cuantas, las hizo pasear de ganchete por la superficie vacía. Con determinación, decidió eliminar una línea entera. Añadió unas cuantas más. Jugó al escondite con ellas. Las confundió, las transformó, las reveló. Ahí estaban, brotando como lágrimas, anunciando nuevos tiempos.

No volveré a abandonaros, se decía. No os dejaré marchar de nuevo, como hormiguitas dejando tras de sí un lienzo en blanco. Eran hermosas, demasiado hermosas para dejarse llevar por el cansancio y la indolencia.

2.20.2011

Boca abajo

Jugando, te coge de los tobillos y comienza a girarte, tan rápido, tan rápido, que de tu cuerpo no se ve más que una estela. Intuyo ralentizada tu cara de velocidad (nadie podría decir si es miedo o diversión) mientras la cara de mamá, claramente temerosa, levanta un ojo del televisor para echar una mirada reprobatoria.

Cuidado con la mesa, indica.

Lo que significa que tenga cuidado para no darte con la mesa, y no que tenga cuidado para no dar a la mesa. Mamá no solo no se sube jamás a la montaña rusa con nosotras, si no que además, no es capaz de mirar cuando nosotras estamos arriba.

Quiero decir que se está poniendo muy nerviosa.

Así que papá se deja caer en el sillón y amarrándote todavía fuerte de los tobillos, comienza a pasar los dedos por la planta de tu pie descalzo. Tú gritas y te ríes, y pides auxilio, mientras tu cabeza se pone roja como un tomate.

Yo recuerdo una noticia que vi en la tele. Un chico ató a su tía a la cama de pies y manos, y con una pluma suave, le cosquilleó la piel hasta que murió de un ataque al corazón. No parece una muerte muy dulce.

Socorro, aúllas, salvadme. Te agitas como una culebra.

Papá está exhausto, así que te libera, te da una palmada en la pierna y te indica que puedes irte.

Decepcionada, ordenas: ¡Hazlo otra vez!

2.10.2011

Jugando

Aeróbicos son tus pulmones cuando dices todas esas palabras. Cierra los ojos, deja que el aire entre y vuelva a salir con forma de letras. "No es nada", te dices. Te echas a reír. Todo está tan vacío, tan hueco, tan falto de significado.

El problema es siempre el mismo. Tú estás jugando con el aire pero no huyes de las estructuras. Lo que dices tiene sentido. Un sentido extraño y que necesita interpretación, pero un sentido real. Tú solo estás jugando pero tu oyente no lo sabe. Para ti las palabras son líneas que se entrelazan, para el resto del mundo no.

Dirías que no te entienden. Dirías que no hay nada que entender. Les harías repetir una palabra mil veces hasta que llegaran a lo que tú lees y escuchas y escribes y dices. Pero eso sería sucumbir un poco. Sería salir del juego para explicarlo.

Así que llenas tus pulmones de aire y lo sueltas en forma de palabras. "Qué resistencia", dirían si lo entendieran, "qué aeróbicos son sus movimientos respiratorios".

No lo entienden y se enfadan. Mientras, tú te ríes otra vez al escuchar esos sonidos perderse en el aire. Al fin y al cabo, tú tan solo estás jugando.

11.07.2010

De organismos aeróbicos y anaeróbicos

Respirar parece tan sencillo. Llenas tus pulmones, y luego expulsas todo fuera, y vuelta a empezar. Todo el mundo parece saber hacerlo, por lo que uno tiende a pensar que lo realmente extraordinario sería no respirar, y aún así seguir viviendo, cual organismo anaeróbico.

Cada día, millones de personas en el mundo se levantan con el objetivo de no respirar. “A ver cuánto aguanto hoy”, se dicen. Y así transcurre su jornada, haciendo todo lo posible por no respirar, y aún así, no morir del todo. Así que, trabajan, trabajan y trabajan con el cuello bien agarrotado; corren, corren y corren con el ordenador, la compra, los niños, o cualquier otro objeto pesado encima; se ahogan subiendo las escaleras; se meten en el coche y se atragantan con un poco de humo; o bien se aprietan la corbata o se abrochan la camisa hasta el último botón. Un reto universal que cada día tiene más adeptos.

Pocos lo han conseguido, porque requiere un gran sacrificio y hay que estar muy bien dotado y entrenado para poder (sobre)vivir sin respirar. Muchos se rinden, y se entregan a un mundo en el que las corbatas se aflojan, la gente se estira de vez en cuando en el trabajo cuando nadie mira, en las oficinas se cuentan chistes, en los parques se corre a pleno pulmón, se camina despacio, y a veces, uno, sin más, respirar por respirar.

Pero qué le vamos a hacer si el mundo está lleno de cobardes empeñados en seguir siendo aeróbicos.

7.10.2010

La seducción al modo tradicional (artes de pesca)

Llena. La almadraba está repleta de atunes que se retuercen, de la misma manera que tú estás lleno de mí. Yo nado de un lado al otro, tranquila dentro del espacio que tengo acotado. Aún no noto el laberinto de redes por debajo, aún no se ha comenzado a agitar el mar.

¿Lo has visto en la tele? Es difícil no sentir piedad. Las olas que forman cuando la trampa asciende, coleteando con toda su fuerza, tratando de descender de nuevo al fondo del mar. ¿Tratar de escapar es digno o patético? Las embarcaciones les han ido cercando, ya no hay salida posible. Unos se rinden antes, otros después. Pocos viven todavía cuando el marinero, decidido, les hace un corte de tajo en el cuello.

De la misma manera, debes saberlo, tú me tendrás.
Pero solo cuando apenas pueda respirar.

3.01.2010

Infinita maldición

Infinito. Así es el silencio que cubre mi oído cada vez que descuelgo el teléfono. Sin voz, sin respiración, sin un sonidito electrónico que me indique que la línea está abierta y dispuesta a ayudarme. Todo está enchufado, pero solo encuentro este maldito silencio.

Si la línea me quisiera ayudar, me diría que está ahí. "Piiii", me susurraría suavemente al oído. Y yo colgaría el teléfono sin necesidad de llamar a nadie, sabiendo que la comunicación es posible, sabiendo que aún me puedo salvar. Entonces me metería tranquila en la cama y dormiría plácidamente.

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Esta mañana te he intentado llamar. Una vez más, el silencio infinito ha sido la única respuesta. O la única pregunta, porque no llegué a iniciar ninguna conversación. Me pregunto por qué la línea me odia tanto o te quiere tanto. Me pregunto dónde está su corazoncito electrónico. ¿Sigue latiendo aunque no haya línea? ¿Habría línea si dejara de latir?

Antes de comer arranqué todos los cables y desatornillé todos los tornillos. Abrí despacio el teléfono, pero no encontré las lucecitas rojas que esperaba, así que lo metí en la bañera y esperé a que se ahogase. Ni un gemido, un glupglup.

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Cuando acabe el café te escribiré una carta, le pondré un sello y la echaré en el buzón. Espero de verdad que el cartero no me odie tanto o te quiera tanto. Su corazoncito sí que sé dónde está, y la bañera está todavía llena.

2.17.2010

No tan suculentos números

3…,4,5,6,7,8…10!

Cuando era pequeña siempre me comía algún número. Lo guardaba en el bolsillo del mandilón, y a la hora del recreo me escondía en alguna esquina, lo sacaba con cuidado, lo examinaba, lo olisqueaba, y acto seguido, mordía una esquinita, hasta terminar por engullirlo todo.

En realidad, su sabor no me gustaba mucho; todos los números tenían un regusto a goma de borrar y a lágrimas de cocodrilo. Pero sentía curiosidad. Después de haber probado el 3 se me antojó el 9, y al día siguiente el 7.

Así era mi infancia, para desesperación de mi profesora, que no podía entender cómo siendo capaz de recitar el abecedario sin siquiera dudarlo, era tan descuidada con las Matemáticas.

La pobre no podía entender que las letras ya las había probado varias veces en la sopa, ¡y cuánto me gustaban!, ¡no dejaba ni la “Z” en el plato!

Así que mi infancia transcurrió de esta manera, un tanto desequilibrada. Mi madre llegó a preocuparse, ya que algunas cifras se me indigestaban, y después de comer bostezaba rabos de cincos, o se me quedaba la pata de un 4 entre los dientes.

Afortunadamente, mi curiosidad gustativa cesó al llegar a la treintena. A pesar de que esa forma redondeada me atraía sobremanera, mi estómago se alegró de no haber tenido que comerse el infinito.