1.01.2006

Era aceite, vísceras, espejos

Sucia. Desnuda de llantos. Su cuerpo vacilaba, se descubría ante el espejo, y se miraba, tan lleno de vísceras. Entonces corría hasta la cocina, llenaba un vaso de agua y lo colocaba en el alféizar de la ventana. Si hacía sol el agua danzaba en círculos por las paredes del vaso. Una fiesta de cristales. Ella quería ser pura como la luz. Quería ser una mujer de vidrio, frágil y dura. Llenar su copa hasta el borde y soltar burbujitas de felicidad.

Aquel día, cuando volvió a su cama las sábanas continuaban revueltas. Se tumbó boca arriba y contó las motas de polvo. Se palpó el cuerpo. Continuaba desnuda. No quería sentirse así, como si hubiese entregado su cuerpo por un capricho, por amor. Lo había hecho, ella lo había hecho. Cedió. Y aquel capricho la consumió, la apagó. Gastó toda su luz en aquella ocasión. Desde entonces, cuando rozaba el cuerpo desnudo de un hombre la carne se volvía de aceite, y el aire se cargaba de palabras inútiles y falsas. De mentiras. Sabía que no era justo sentirse así. Sentir que cuando no hace sol el agua no sabe igual.

Cada aproximación era un intento por recuperar su luz. La cercanía de los cuerpos. El roce, el aliento. Siempre el aceite. Y después del aceite el reconocimiento frente al espejo. Y luego las carreras desnuda por casa, colocando grandes vasos de agua en todas las ventanas, palpándose el cuerpo, sintiéndose llena de vísceras. Hasta aquel día. Cuando abrió la puerta, derramó el líquido, y la balsa de aceite se consumió.

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