4.23.2006

Y los dejé en libertad

Pies, podéis iros.

Lo dijo así, sin pensar, justo antes de sentarse en la hierba y arrancar una flor. Mientras jugueteaba con ella entre los dedos, pensaba en cómo sería su vida sin pies. Pensó en que se tumbaría y se quedaría allí para siempre, viendo pasar los soles y las lunas, la gente y los insectos. Las flores crecerían lentamente y él podría arrancarlas para jugar, y nunca, nunca más se sentiría mal por llevar una vida contemplativa.

Sus pies, mientras, estarían viajando por todos aquellos lugares de los que siempre le hablaban. Recorrerían desiertos amarillos y azules, selvas húmedas y ciudades con polución. Volverían una vez al año, siempre por sorpresa, y le enseñarían mil fotos de las huellas que iban dejando.

Él seguiría allí tumbado en la hierba, como ahora, con alguna flor entre las manos. Se alegraría siempre de verlos y guardaría las fotos en el bolsillo de la camisa. Así año tras año. Al final la hierba y la tierra lo cubrirían, y entonces los pies decidirían que ya no debían viajar tanto y se quedarían a su lado.

Sonrió al imaginar las caras de la gente al pasar por el parque y ver dos pies desnudos junto a un montículo. Y justo en ese momento notó un cosquilleo y vio cómo sus pies se separaban de él. Buen viaje, pensó, y arrancó otra flor de la hierba.

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