7.01.2006

Las venas de mi nariz estallan de amor

Venita que explota.

Crack.
Cogía cariñosamente mi nariz entre sus dedos. ¿De quien es esta nariz? Tonterías así. Después, invariablemente, el ruido, la sangre a borbotones. Yo lloraba, y él se sentía culpable. No avises a mamá, eh, no la avises. Yo lloraba más alto. Así que chistes, coger un gato y golpearlo, darse manotazos contra la cabeza, llamar mi atención no importaba cómo.
De repente se ponía muy serio y me decía: "el amor a veces duele".

No lo entendía muy bien. Yo lo quería mucho, y no me importaba si dolía. A veces en medio de la noche daba golpecitos en su colchón. Percusión perfecta para mí, que dormía debajo. Oía ruidos sofocados, la almohada alporizada, susurros y jadeos, no vengas, no vengas, no vengas, mi hermano duerme debajo, vete a por él. Yo me escondía entre las mantas y pedía que sólo lo matasen a él. Rezaba incluso. Mi amor era así, un poco egoísta. De todas formas acababa mojando toda la cama. Yo era muy pequeño, tenía miedo. Es normal. Él asomaba la cabeza y me sonreía. No se reía de mi, ojo, no quería humillarme. Él sólo asumía que esa era su función, era el mayor, el que tenía que divertirme. Yo disfrutaba un montón. Era la piel gallinácea, las sabanas ahogándome, incluso los sollozos, de acuerdo. Pero también esa dulce excitación que sube por el ombligo y la respiración que se acompasa al terror y sientes que pasa algo. Que por fin pasa algo.

Mis padres pensaban que me trataba mal, que estaba celoso. Yo sé que no, pero él también lo creyó. Cuando me reñían por algo, él afirmaba que era su culpa. Hasta que lo castigaban también. Comparabamos las marcas de la zapatilla. En eso consiste la adolescencia ¿no? en enorgullecerse de los golpes.

Un día se acabaron esos golpes, ya éramos mayores, y él aprovechó para intentar cambiar. Nadie aceptaba sus manos brutas, y ahora, cuando después de varias semanas nos reencontramos, esas manos flotan en mi espalda, desorientado en el abrazo, perdido en el mundo del afecto físico. Termina irremediablemente con una palmadita que se reprime, que no deja salir, porque aún se siente culpable de todas las cicatrices. Del mar. Se averguenza cuando hablamos en la familia de aquel día que me cogió y me tiró al agua. Pudiste morir, dice con la cabeza entre los dedos, al borde del llanto.

Pude, pero aprendí a nadar.

Otras veces sus manos, liberadas de la conciencia, buscan de nuevo mi nariz. Todo vuelve a su sitio. Y noto que de cariño voy a reventar porque yo que conozco el contenido, amo sus formas. Entonces venita que explota.

Crack.

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