8.13.2006

La dualidad rota

Cuerpo y alma, repetía una voz cansina en su cabeza. Toda su adolescencia leyendo filosofía y obsesionándose con la dualidad. Pensaba en Platón, pero siempre acababa en Lacan. Y sentía una rabia inmensa, una rabia infinita, decía ella, una rabia propia de un ser fragmentado que se busca en los espejos. Ella se miraba de nuevo, se repasaba de arriba abajo y de izquierda a derecha, estudiaba cada curva, cada desproporción. Cuerpo.

Pero el alma estaba siempre allí pegada. Los músculos en tensión. Los ojos inquietos. Ella buscaba separar cuerpo y alma, señalarlos y definirlos y etiquetarlos. Dibujarse en la libreta y trazar dos flechas, que una dijese cuerpo y que otra dijese alma. O fotografiar la diferencia.

La dualidad integradora le parecía absurda, y lo era, decir que era dual cuando en realidad solo reconocía la unidad. La unidad fragmentada, por supuesto, la unidad que nunca sería cierta, pero unidad al fin y al cabo, sin partes distintas, sólo con pedacitos gemelos.

Una noche avanzó en su investigación y se vio sin alma, y no supo si aquello era alegría o más rabia, si era Platón o era Lacan de nuevo. La imagen del espejo era la de un ser inerte, la de un ser ajeno. Músculos pintados, ojos de cristal. Pensó dualidad, sí, pensó Platón y quiso creer alegría.

Pero Lacan en su cabeza, repitiendo "¿ves?" y "sabes que tengo razón", porque sí era cierto, se buscaba completa, dual y completa, y se identificaba con la imagen. Y acababa de descubrir que la imagen no era ella, que la imagen era otro, un yo fragmentado, o ni siquiera un yo, era un tú, o un ella. Lacan, Lacan. Músculos pintados y ojos de cristal, y ella, ella que no sabía dónde buscarse ahora.

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