6.12.2006

Suficiente recompensa

Suda y suda hasta volverse océano. Y así llega hasta la China.

Durante un tiempo trabaja en los campos de arroz. Le gusta contemplar las montañas. Le recuerdan vagamente a los dibujos de las paredes de los restaurantes chinos de Madrid. Esos en los que siempre hay pelos dentro de los rollitos de primavera. En China puedes pasarte la vida contemplando montañas, y a nadie le molesta.

Una mañana decide subir a una de ellas, contemplar el mundo desde arriba. Dios le ha dicho que desde la cumbre no se ve nada. Sólo el cielo. Pero a él el cielo le parece suficiente recompensa. Así que inicia su marcha, y mientras los campos de arroz se van volviendo pequeños su cuerpo comienza a sudar, y a sudar. Y nota que el océano le vuelve a arrastrar de vuelta. Pero él se aferra a la montaña. Quiere tocar el cielo. Y tanto se agarra a las rocas y a los árboles que se le rasgan la ropa y la piel. Y los ojos se le llenan de agua. Pierde los zapatos, y poco a poco va perdiendo también la consciencia. Pero cada vez está más cerca, casi lo puede rozar con la yema de los dedos. Y de repente, entre las olas del temporal, entre las ramas y las piedras que corren como un río, aparecen sus ojos. Los de ella. Enigmáticos como siempre. Callados. Mirándole con reprobación, echándole en cara que quiera tocar el cielo sin ella.

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